UN "HOSPITAL DE LOS HORRORES" EN EL PUNTO DE MIRA DE REPUBLICANOS Y FRANQUISTAS
La historia del Hospital Militar n.º 14, creado por los republicanos en Madrid para presos derechistas, prisioneros de guerra y automutilados de sus propias fuerzas militares, constituye uno de los capítulos más sombríos de la Guerra Civil. Situado en el incautado convento de las Mercedarias de la calle de la Puebla, junto a la Gran Vía, las denuncias de los malos tratos a los enfermos, con gravísimas acusaciones como la de aplicarles inyecciones de pus, abandonarlos sin cura o aislarlos durante meses en habitaciones inmundas, provocaron dos procedimientos judiciales contra su personal: uno impulsado por las autoridades republicanas durante la contienda y otro abierto después por los franquistas. Un caso insólito del que escribí el pasado marzo en el suplemento "Crónica" de "El Mundo" (https://www.elmundo.es/cronica/2021/03/04/6037a43ffc6c8386138b45be.html), gracias a la amabilidad de su director, Ildefonso Olmedo, y que hoy rescato ampliado en este blog.
Una noche de 1938, en
plena Guerra Civil, en el Hospital Militar n.º 14 de Madrid, en la calle de la
Puebla 1, a la sombra del edificio de la Telefónica de la Gran Vía. Una joven
enfermera, Teodora Palomo, de 22 años, cruza los desiertos pasillos. Imprevistamente se encuentra con un capitán médico provisional, Alfonso
Fernández, tinerfeño de 38 años. Se sobresalta y tiene razones para ello: el
doctor es temido por todas las compañeras por acosador. De hecho, el capitán médico
se abalanza sobre ella, la agarra fuertemente de los brazos e intenta besarla.
Ella se resiste, logra desasirse y huye con tanta ansiedad que está a punto de
desmayarse al llegar a su cuarto.
La joven enfermera relató
este episodio en su declaración en un expediente por acoso sexual abierto por
las autoridades republicanas contra el doctor Fernández. Con este expediente comienza
a escribirse una terrible historia, otra más, del Madrid triplemente sitiado
por las bombas, el terror y el hambre, que movió a intervenir, caso insólito,
primero a la justicia republicana y después a la franquista. Una historia, la
del Hospital Militar n.º 14, conservada en la causa 1808 del Archivo General e
Histórico de Defensa de Madrid, en la que asoman desde el abismo de la guerra
las entrañas de la condición humana: muerte, dolor, odio, crueldad, traición,
venganza, amor, sexo…
El Hospital Militar n.º 14
se radicó en un convento de madres mercedarias del siglo XVII, que fueron desalojadas
al comienzo de la guerra. Las monjas regresaron en 1939, restaurando la
iglesia, los espacios conventuales y el colegio, que hoy sigue funcionando.
Guardianas celosas de su convento, las religiosas prefirieron desestimar mi
petición de visitar sus dependencias y sótanos cuando les hablé de mi intención
de escribir sobre el hospital que allí se instaló en la guerra. Una de las
monjas me corrigió con un susurro: “De hospital nada, esto fue una checa”.
A los pocos días del
golpe militar del 17 de julio de 1936, la Asociación de Dependientes de Espectáculos
Públicos, de UGT, se incautó del edificio para convertirlo en “Residencia de
Reposo” para convalecencia de milicianos heridos. Como director se nombró a un
joven médico del mismo sindicato, Leopoldo Benito Fuertes, madrileño de 28
años, también facultativo de la Beneficencia Provincial, quien aparece
fotografiado en el patio, rodeado de taquilleras y acomodadoras que hacían de enfermeras,
en un reportaje sobre la residencia que publicó la revista “Ahora” el 4 de
agosto de 1936.
En diciembre de 1936,
después de la batalla de Madrid y las matanzas de presos considerados
desafectos en Paracuellos, Aravaca y Torrejón, la Sanidad militar republicana cambia
el uso de la “Residencia de Reposo”. Lo convierte en hospital militar para atender
a prisioneros de guerra heridos, incluidos soldados italianos y aviadores
alemanes; a derechistas condenados o procesados que estuvieran enfermos; y a
soldados automutilados del propio ejército republicano. Un destino que no deja
de ser irónico para un convento de la orden mercedaria, dedicada a la redención
de cautivos.
Se confirma como director,
con el grado de capitán médico, al doctor Benito Fuertes, quien pasa de dirigir
un pabellón de reposo a una cárcel de enemigos heridos y enfermos. Llegó a
tener 2.000 detenidos, hombres y mujeres, entre personas procesadas por
desafección, alta traición y espionaje; prisioneros de guerra, incluidos
italianos capturados en Guadalajara y aviadores alemanes; y combatientes
republicanos que se automutilaban para escapar de primera línea. No hay datos
precisos de personal, pero contaba al menos con una decena de médicos,
incluidos estudiantes de Medicina a quienes el gobierno republicano concedió la
habilitación para ejercer como facultativos. Durante la guerra cayeron sobre el
hospital-prisión más de cuarenta proyectiles de artillería, pese a albergar presos
derechistas.
Además de la vigilancia visible, con guardias armados, en el hospital-prisión se estableció otra invisible, con empleados al servicio del Servicio de Información Militar (SIM) para detectar y perseguir, tanto entre los detenidos como entre el personal, a “quinta columnistas” o desafectos al bando republicano, pero también al partido comunista.
El director, que
ingresará en el PCE en 1937, se muestra activo colaborador de la célula
comunista que, según se denunciará más tarde, envicia con su poder el ambiente
diario del hospital, no sólo las relaciones con los presos derechistas. Entre
los empleados crecen las sospechas, confabulaciones y delaciones, alimentados también
por rencores y envidias personales, de las que no se libran ni el director ni
su amante, la enfermera Prados Ramos García, de 20 años, manchega de Alcázar de
San Juan, afiliada a UGT, a quien muchos acusan de aprovechar su ascendente
sobre Leopoldo Benito para hacer y deshacer de forma despótica en el hospital.
Las rencillas y las
discordias acaban por estallar con el expediente que el propio director abre por
abusos deshonestos contra el capitán médico Alfonso Fernández, el asaltante
nocturno de la enfermera Teodora Palomo. Sin embargo, el expediente se vuelve
contra el director y su amante, a quienes facultativos, enfermeras y detenidos
denuncian en sus declaraciones por realizar o consentir un rosario de vejaciones
y malos tratos a los presos.
La propia Sanidad Militar
republicana pone el caso en manos de la justicia ante la gravedad de las
denuncias, destituyendo al doctor Benito por falta de “autoridad moral” y decretando
su prisión incondicional y procesamiento junto con el doctor Fernández, la
enfermera Ramos y el vigilante José de Santos.
Más de una veintena de testigos
declaran en la causa, la 781. Su denuncia más grave es que Prados Ramos inyecta pus
gangrenoso a los presos. También acusan al doctor Benito de pasar de sus
enfermos “sin curarles ni atenderles”, y señalan que se incomunica por largo
tiempo a los pacientes y que uno llegó a enloquecer después de ocho meses de
aislamiento.
El doctor Benito y la
enfermera Ramos niegan las acusaciones en el juicio celebrado en diciembre en Madrid,
en el Tribunal Permanente de Justicia Militar. Benito declara que el enfermo
que acabó enloquecido fue incomunicado por el SIM, pero que se le trataron sus
dolencias. También afirma que conocía “por rumor” que Ramos habló de inyectar
pus a un detenido. La enfermera asegura en su defensa que era “simplemente un
comentario”.
A pesar de estas
denuncias, un informe de la jefatura de Sanidad Militar alaba la “competente”
actuación profesional del doctor Benito, certificando que entre julio de 1937 y
julio de 1938 la mortandad en el hospital había sido más baja que en otros: de
un total de 1.161 heridos y enfermos, se habían curado 1.057 y habían fallecido
solo 23, un 1,98%.
La sentencia estableció como
hechos probados que la enfermera Prados Ramos propuso a una compañera extraer
pus gangrenoso de un prisionero nacional al que se había amputado una pierna,
para inyectárselo a otro detenido tuberculoso, “sin que la proyectada inyección
llegase a ser puesta al enfermo”. También acreditó que “sin ser requerida por
nadie ni exigirlo el estado del enfermo”, Prados Ramos realizó a un prisionero
una cura “malévola, con designio de causar mal al enfermo” por lo “desusadamente
dolorosa en relación con las anteriores”.
Asimismo, se consideró
probado que el doctor Benito castigó por cantar el “Cara al sol” a cuatro
detenidos a estar recluidos entre dos y tres meses, en invierno, dentro de un
calabozo tan encharcado de aguas fecales y lluvia que tenían que escurrir los
colchones y la ropa de cama. Al director se le hizo también responsable del “ambiente
de murmuración, de intriga, de partidismo” incompatible con un establecimiento
militar, a lo que habían colaborado “sus relaciones amorosas con una
subordinada”.
El doctor Benito y la
enfermera Ramos fueron condenados el 15 de diciembre de 1938 por la justicia
militar republicana a seis años de internamiento en un campo de trabajo por “un
delito consumado contra el derecho de gentes”, y el vigilante José de Santos a
tres años como colaborador en el mismo delito. Tanto el médico como el
vigilante debían cumplir su pena en un batallón disciplinario de combate
mientras durara la guerra. Benito fue condenado también a otros dos años de
internamiento en campo de trabajo por negligencia. El doctor Fernández, juzgado
por hurto y abusos deshonestos, quedó absuelto.
No deja de ser llamativo
el desequilibrio entre los hechos probados y la dureza de la condena al doctor
Benito y la enfermera Ramos, como si el tribunal hubiera querido castigar
hechos más graves, pero sin reconocerlos en la sentencia para no dañar la
imagen de la causa republicana.
Desde junio de 1938 se
desempeñó como nuevo director del hospital-prisión el doctor Alejandro González
de Canales, que pertenecía a la Falange clandestina. Ya en plena contienda, y
bajo la dirección del doctor Bnito, algunos facultativos de derechas del
hospital fueron detenidos por alargar sin motivos médicos las estancias de los
enfermos en el hospital para que no volvieran a prisión. Además de mejorar el
trato a detenidos y prisioneros de guerra, la primera decisión de González de
Canales fue trasladar el hospital a un edificio en mejores condiciones, en
Paseo del Cisne 6, actual calle Eduardo Dato.
El caos del final de la
guerra permitió a Leopoldo Benito y Prados Ramos quedar en libertad, aunque no
tardarían en ser nuevamente detenidos por los vencedores. El 1 de abril, día en
que Franco firmaba el último parte de guerra, se presentó ante la policía
franquista Jaime Benigno Soto, de 50 años, que dijo haber sido capitán médico provisional
del Hospital n.º 14, para denunciar al doctor Benito. Le acusó de tratar “despiadadamente”
a los prisioneros, y reveló que ya fue condenado por ello por los republicanos.
Al mismo tiempo que la
denuncia de Benigno Soto, los franquistas reciben otra unas semanas más tarde de
un antiguo preso, el teniente de infantería José Burgos Iglesias, que acusa a una
enfermera del hospital, Joaquina Rodríguez del Amo, de ofrecer ayuda a su mujer
para refugiarse en una embajada a través de miembros del Socorro Blanco, para
luego denunciarla ante las autoridades republicanas, que detendrían a la mujer
y a siete familiares más.
Los vencedores ponen en
marcha un procedimiento sumarísimo ante las denuncias y advierten, para su sorpresa,
que la justicia militar republicana ya había procesado y condenado a personal
del hospital-prisión. El instructor de la nueva causa franquista llegará a reconocer
su “deuda” con el proceso republicano: “Tan escandalosos fueron los actos que
se llevaron a cabo en el Hospital n.º 14 que provocó un proceso en época roja
que sirve de antecedente a los procedimientos sumarísimos a que se refiere esta
calificación”. De hecho, muchos testigos de la causa republicana volvieron a
serlo en la franquista. Otros aparecían ahora entre los 23 encausados, incluido
el propio Jaime Benigno Soto, que había denunciado los hechos a los vencedores.
Nuevos testimonios agravaron
las inculpaciones, denunciando incluso la comisión de “asesinatos científicos”.
Una detenida, María Luisa López Ochoa, de 21 años, hija del general que sofocó
la revolución de Asturias, decapitado en julio de 1936 por una turba estando
enfermo en el hospital militar de Carabanchel, denunció que el doctor Benito operaba
a los presos “sin anestesia, diciendo que como eran fascistas tenían que
aguantar”.
Otros testimonios reiteraron
las acusaciones contra el director y la enfermera Ramos por poner inyecciones
de pus a un comandante de veterinaria, Joaquín López López, a un alférez
apellidado Giménez y a un oficial italiano apresado en Guadalajara, en algunos
casos mezclado el pus con aguarrás. Asimismo se acusó al doctor Benito de dejar
morir en una habitación sin curarle sus heridas a un capitán de infantería capturado
en Brunete. Otros testimonios aseguraron que al capitán se le dejó tirado en el
suelo, atado de pies y manos, haciéndose sus necesidades encima, hasta que murió
después de una horrible agonía. También se señaló que había ordenado realizar “curas
de mala fe” a prisioneros de guerra italianos que perdieron la movilidad de
piernas y brazos a consecuencia de las mismas.
El doctor Leopoldo Benito
presentó un escrito negando las inyecciones de pus y alegando que inocular
esencia de trementina, componente del aguarrás, era un tratamiento para las infecciones,
lo que es cierto: se denominaba “absceso de fijación”, de uso habitual antes
del descubrimiento de los antibióticos. Su escrito rebatía con argumentos
médicos una acusación que, según Benito, probaba la “mala fe” de quien le
imputaba esas prácticas:
El aguarrás, esencia de
trementina, es producto empleado de muy antiguo en la Medicina como substancia
terapéutica. Su inyección da lugar a unos abscesos, absolutamente asépticos,
que tienen por fin localizar la infección generalizada y estimular las defensas
del organismo, siendo empleado entre otras enfermedades en las septicemias.
Además, al agregar a una cantidad de pus, la substancia el aguarrás, en vez de
aumentar la acción de aquel, lo que hace es disminuirla, no solo por atenuar la
virulencia microbiana, sino incluso llegar a matar todos los microbios de forma
que esta mezcla en vez de producir una substancia nociva, crea una substancia
inocua e incluso vacuna y desde luego en vez de aumentar el poder dañino, lo
atenúa considerablemente o puede hacerlo desaparecer.
Un preso enfermo, Manuel
Rodríguez Silva, declaró que pidió insulina al doctor Benito por ser diabético
y que éste le respondió que “lo que necesitaba eran cuatro tiros como todos los
fascistas”. Otra presa, Carmen de Blas, de 28 años, denunció que fue encerrada
en una celda de aislamiento pese a estar embarazada y que el director le hizo
objeto de “un sinfín de escarnios privándome hasta de lo más indispensable”. Otro
detenido llegó incluso a manifestar que el doctor Benito cerró con llave
durante un bombardeo las habitaciones de los pisos superiores donde estaban
recluidos los detenidos, impidiéndoles así ponerse a refugio en los sótanos.
El que sería segundo director
del centro, Alejandro González de Canales, reconoció que se maltrataba a los
presos, a los que se decía que “no se quejaran mucho porque todos debían de
estar fusilados”. También denunció los prolongados periodos de aislamiento de
algunos prisioneros enfermos, a causa de los cuales terminaban presentando
“síntomas de enajenación mental”. Sin embargo, González de Canales negó que el
doctor Leopoldo Benito realizara maltratos personalmente, aunque “los alentaba”,
o que se aplicaran inyecciones de pus y se operara sin anestesia. Otro médico,
Honorato Pérez, decía que el hospital era “una verdadera checa” y que “el
director, más que un médico, era un sicario”.
Con todo, hubo detenidos
y prisioneros de guerra que presentaron avales en favor del doctor Leopoldo Benito,
reconociendo su buen trato. Incluso un testigo del proceso republicano declaró
a los franquistas que había exagerado entonces las acusaciones contra el doctor
Benito para que fuera relevado por un médico de la “quinta columna”, como efectivamente
ocurrió, aunque luego se desdijo de esta declaración.
El padre del doctor
Leopoldo Benito, Ceferino Benito Flores, manifestó que su hijo era afecto a la
causa “nacional”, pero que se vio obligado a afiliarse al PCE para que “a su
amparo prestara unas veces ayuda a elementos perseguidos de significación
derechista; otras les librara de la muerte segura, y otras contribuyera a que
buen número de personas de derechas se vieran libres de la ineludible necesidad
de tener que empuñar las armas contra sus hermanos, contribuyendo de esta forma
a ayudar al Movimiento Nacional.” Para corroborar su declaración adjuntaba
cinco escritos con sendos testimonios favorables sobre su hijo: una mujer
detenida por desafecta al régimen republicano que fue puesta en libertad por su
mediación y cuatro hombres que consiguieron no incorporarse a las filas del Ejército
Popular de la República por declararlos falsamente inútiles para el servicio.
De Jaime Benigno Soto, nombrado
capitán médico provisional por el gobierno republicano en octubre de 1937, el doctor
José María Rubio reveló que “pasaba como médico no siéndolo” y que en realidad era
conserje de hotel. El propio Soto, que perdió a su hijo mayor, Benigno, comandante
de la 43.ª División republicana, en la batalla del Ebro, confesó no tener
título ni haber ejercido la profesión, aunque terminó en 1914 los estudios de
Medicina en Santiago de Compostela. Una enfermera, Hermenegilda Santalla,
declaró que “una vez no supo ligar una arteria desangrándose el enfermo
teniendo que llamar a otro médico”, aunque ignoraba si lo hacía “por ineptitud
o por maldad”. Otra aseguró que, viendo desangrarse a un prisionero, Soto ordenó
que “lo dejaran porque perdiendo la sangre azul la criaban roja”.
El doctor González de
Canales señaló que Soto era “un izquierdista fanático”, y que no conocía que
hubiera perjudicado a nadie a sabiendas, pero que su “antipatía política” hacia
los enfermos de derecha, unido a su “desconocimiento de la ciencia médica”
hacían que “sus intervenciones fueran siempre en perjuicio de los
hospitalizados”.
La sentencia, dictada el 6 de junio de 1940, fue implacable. De los 23 encausados, siete fueron condenados a muerte por “adhesión a la rebelión”: el doctor Leopoldo Benito Fuertes, Jaime Benigno Soto Liberia, las enfermeras Prados Ramos García, Elvira Navas Traverso y Joaquina Rodríguez del Amo, y los vigilantes Francisco Vaquero Hernández y Eusebio Impuesto Álvarez. El doctor Alfonso Fernández Hernández fue sentenciado a doce años y un día de prisión. También sufrieron condenas de cárcel, con penas desde los 30 años a los 6 años y un día, ocho enfermeras, un auxiliar de farmacia, un peluquero y un vigilante.
Acusados y acusadores en
este doble proceso republicano y franquista fueron fusilados el 27 de junio de
1940 en el cementerio de la Almudena, aunque en sus sentencias se había pedido garrote
vil para Benito y Ramos por la “perversidad” de sus actos.
Una última paradoja de
esta terrible historia: hasta su fusilamiento, el doctor Leopoldo Benito atendió
como médico, con “muy buena conducta”, a los republicanos que estaban presos
con él en la cárcel de Porlier. Así lo reconoció el director de las prisiones madrileñas.