UN "HOSPITAL DE LOS HORRORES" EN EL PUNTO DE MIRA DE REPUBLICANOS Y FRANQUISTAS

 

El doctor Leopoldo Benito Fuertes, fotografiado en agosto de 1936 con taquilleras y acomodadoras de la Asociación de Dependientes de Espectáculos Públicos de UGT que asistían a los milicianos en la entonces casa de reposo, futuro Hospital Militar n.º 14, destinado a presos derechistas, prisioneros de guerra y automutilados del ejército republicano, en el convento de las Mercedarias de la calle de la Puebla 1. (Foto: Almazán. "Ahora", 4 de agosto de 1936, Biblioteca Nacional de España)

La historia del Hospital Militar n.º 14, creado por los republicanos en Madrid para presos derechistas, prisioneros de guerra y automutilados de sus propias fuerzas militares, constituye uno de los capítulos más sombríos de la Guerra Civil. Situado en el incautado convento de las Mercedarias de la calle de la Puebla, junto a la Gran Vía, las denuncias de los malos tratos a los enfermos, con gravísimas acusaciones como la de aplicarles inyecciones de  pus, abandonarlos sin cura o aislarlos durante meses en habitaciones inmundas, provocaron dos procedimientos judiciales contra su personal: uno impulsado por las autoridades republicanas durante la contienda y otro abierto después por los franquistas. Un caso insólito del que escribí el pasado marzo en el suplemento "Crónica" de "El Mundo" (https://www.elmundo.es/cronica/2021/03/04/6037a43ffc6c8386138b45be.html), gracias a la amabilidad de su director, Ildefonso Olmedo, y que hoy rescato ampliado en este blog.       

Una noche de 1938, en plena Guerra Civil, en el Hospital Militar n.º 14 de Madrid, en la calle de la Puebla 1, a la sombra del edificio de la Telefónica de la Gran Vía. Una joven enfermera, Teodora Palomo, de 22 años, cruza los desiertos pasillos. Imprevistamente se encuentra con un capitán médico provisional, Alfonso Fernández, tinerfeño de 38 años. Se sobresalta y tiene razones para ello: el doctor es temido por todas las compañeras por acosador. De hecho, el capitán médico se abalanza sobre ella, la agarra fuertemente de los brazos e intenta besarla. Ella se resiste, logra desasirse y huye con tanta ansiedad que está a punto de desmayarse al llegar a su cuarto.

La joven enfermera relató este episodio en su declaración en un expediente por acoso sexual abierto por las autoridades republicanas contra el doctor Fernández. Con este expediente comienza a escribirse una terrible historia, otra más, del Madrid triplemente sitiado por las bombas, el terror y el hambre, que movió a intervenir, caso insólito, primero a la justicia republicana y después a la franquista. Una historia, la del Hospital Militar n.º 14, conservada en la causa 1808 del Archivo General e Histórico de Defensa de Madrid, en la que asoman desde el abismo de la guerra las entrañas de la condición humana: muerte, dolor, odio, crueldad, traición, venganza, amor, sexo… 

Vista en Google Maps de la fachada del convento que da a la calle de la Puebla. Durante la guerra, el hospital-prisión fue alcanzado por cuarenta proyectiles de artillería pese a tener presos derechistas.

El Hospital Militar n.º 14 se radicó en un convento de madres mercedarias del siglo XVII, que fueron desalojadas al comienzo de la guerra. Las monjas regresaron en 1939, restaurando la iglesia, los espacios conventuales y el colegio, que hoy sigue funcionando. Guardianas celosas de su convento, las religiosas prefirieron desestimar mi petición de visitar sus dependencias y sótanos cuando les hablé de mi intención de escribir sobre el hospital que allí se instaló en la guerra. Una de las monjas me corrigió con un susurro: “De hospital nada, esto fue una checa”.  

A los pocos días del golpe militar del 17 de julio de 1936, la Asociación de Dependientes de Espectáculos Públicos, de UGT, se incautó del edificio para convertirlo en “Residencia de Reposo” para convalecencia de milicianos heridos. Como director se nombró a un joven médico del mismo sindicato, Leopoldo Benito Fuertes, madrileño de 28 años, también facultativo de la Beneficencia Provincial, quien aparece fotografiado en el patio, rodeado de taquilleras y acomodadoras que hacían de enfermeras, en un reportaje sobre la residencia que publicó la revista “Ahora” el 4 de agosto de 1936.



Arriba, imagen del patio del colegio de las Mercedarias convertido en casa de reposo para milicianos en agosto de 1936, perteneciente al mismo reportaje que la primera fotografía (Foto: Almazán. "Ahora", 4 de agosto de 1936. Biblioteca Nacional de España). Sobre estas líneas, aspecto actual del mismo patio desde una perspectiva similar (Foto del autor) 

En diciembre de 1936, después de la batalla de Madrid y las matanzas de presos considerados desafectos en Paracuellos, Aravaca y Torrejón, la Sanidad militar republicana cambia el uso de la “Residencia de Reposo”. Lo convierte en hospital militar para atender a prisioneros de guerra heridos, incluidos soldados italianos y aviadores alemanes; a derechistas condenados o procesados que estuvieran enfermos; y a soldados automutilados del propio ejército republicano. Un destino que no deja de ser irónico para un convento de la orden mercedaria, dedicada a la redención de cautivos.

Se confirma como director, con el grado de capitán médico, al doctor Benito Fuertes, quien pasa de dirigir un pabellón de reposo a una cárcel de enemigos heridos y enfermos. Llegó a tener 2.000 detenidos, hombres y mujeres, entre personas procesadas por desafección, alta traición y espionaje; prisioneros de guerra, incluidos italianos capturados en Guadalajara y aviadores alemanes; y combatientes republicanos que se automutilaban para escapar de primera línea. No hay datos precisos de personal, pero contaba al menos con una decena de médicos, incluidos estudiantes de Medicina a quienes el gobierno republicano concedió la habilitación para ejercer como facultativos. Durante la guerra cayeron sobre el hospital-prisión más de cuarenta proyectiles de artillería, pese a albergar presos derechistas.

Además de la vigilancia visible, con guardias armados, en el hospital-prisión se estableció otra invisible, con empleados al servicio del Servicio de Información Militar (SIM) para detectar y perseguir, tanto entre los detenidos como entre el personal, a “quinta columnistas” o desafectos al bando republicano, pero también al partido comunista.

El director, que ingresará en el PCE en 1937, se muestra activo colaborador de la célula comunista que, según se denunciará más tarde, envicia con su poder el ambiente diario del hospital, no sólo las relaciones con los presos derechistas. Entre los empleados crecen las sospechas, confabulaciones y delaciones, alimentados también por rencores y envidias personales, de las que no se libran ni el director ni su amante, la enfermera Prados Ramos García, de 20 años, manchega de Alcázar de San Juan, afiliada a UGT, a quien muchos acusan de aprovechar su ascendente sobre Leopoldo Benito para hacer y deshacer de forma despótica en el hospital.

Las rencillas y las discordias acaban por estallar con el expediente que el propio director abre por abusos deshonestos contra el capitán médico Alfonso Fernández, el asaltante nocturno de la enfermera Teodora Palomo. Sin embargo, el expediente se vuelve contra el director y su amante, a quienes facultativos, enfermeras y detenidos denuncian en sus declaraciones por realizar o consentir un rosario de vejaciones y malos tratos a los presos.

La propia Sanidad Militar republicana pone el caso en manos de la justicia ante la gravedad de las denuncias, destituyendo al doctor Benito por falta de “autoridad moral” y decretando su prisión incondicional y procesamiento junto con el doctor Fernández, la enfermera Ramos y el vigilante José de Santos.

Más de una veintena de testigos declaran en la causa, la 781. Su denuncia más grave es que Prados Ramos inyecta pus gangrenoso a los presos. También acusan al doctor Benito de pasar de sus enfermos “sin curarles ni atenderles”, y señalan que se incomunica por largo tiempo a los pacientes y que uno llegó a enloquecer después de ocho meses de aislamiento.

El doctor Benito y la enfermera Ramos niegan las acusaciones en el juicio celebrado en diciembre en Madrid, en el Tribunal Permanente de Justicia Militar. Benito declara que el enfermo que acabó enloquecido fue incomunicado por el SIM, pero que se le trataron sus dolencias. También afirma que conocía “por rumor” que Ramos habló de inyectar pus a un detenido. La enfermera asegura en su defensa que era “simplemente un comentario”.

A pesar de estas denuncias, un informe de la jefatura de Sanidad Militar alaba la “competente” actuación profesional del doctor Benito, certificando que entre julio de 1937 y julio de 1938 la mortandad en el hospital había sido más baja que en otros: de un total de 1.161 heridos y enfermos, se habían curado 1.057 y habían fallecido solo 23, un 1,98%.

La sentencia estableció como hechos probados que la enfermera Prados Ramos propuso a una compañera extraer pus gangrenoso de un prisionero nacional al que se había amputado una pierna, para inyectárselo a otro detenido tuberculoso, “sin que la proyectada inyección llegase a ser puesta al enfermo”. También acreditó que “sin ser requerida por nadie ni exigirlo el estado del enfermo”, Prados Ramos realizó a un prisionero una cura “malévola, con designio de causar mal al enfermo” por lo “desusadamente dolorosa en relación con las anteriores”.

Asimismo, se consideró probado que el doctor Benito castigó por cantar el “Cara al sol” a cuatro detenidos a estar recluidos entre dos y tres meses, en invierno, dentro de un calabozo tan encharcado de aguas fecales y lluvia que tenían que escurrir los colchones y la ropa de cama. Al director se le hizo también responsable del “ambiente de murmuración, de intriga, de partidismo” incompatible con un establecimiento militar, a lo que habían colaborado “sus relaciones amorosas con una subordinada”.

La causa 781 del Tribunal Permanente del Ejercito de Centro abierta en julio de 1938 por las denuncias de  malos tratos a los detenidos en el hospital-prisión de la calle de la Puebla 1. (Archivo General e Histórico de Defensa, Madrid)

El doctor Benito y la enfermera Ramos fueron condenados el 15 de diciembre de 1938 por la justicia militar republicana a seis años de internamiento en un campo de trabajo por “un delito consumado contra el derecho de gentes”, y el vigilante José de Santos a tres años como colaborador en el mismo delito. Tanto el médico como el vigilante debían cumplir su pena en un batallón disciplinario de combate mientras durara la guerra. Benito fue condenado también a otros dos años de internamiento en campo de trabajo por negligencia. El doctor Fernández, juzgado por hurto y abusos deshonestos, quedó absuelto.

No deja de ser llamativo el desequilibrio entre los hechos probados y la dureza de la condena al doctor Benito y la enfermera Ramos, como si el tribunal hubiera querido castigar hechos más graves, pero sin reconocerlos en la sentencia para no dañar la imagen de la causa republicana.

Desde junio de 1938 se desempeñó como nuevo director del hospital-prisión el doctor Alejandro González de Canales, que pertenecía a la Falange clandestina. Ya en plena contienda, y bajo la dirección del doctor Bnito, algunos facultativos de derechas del hospital fueron detenidos por alargar sin motivos médicos las estancias de los enfermos en el hospital para que no volvieran a prisión. Además de mejorar el trato a detenidos y prisioneros de guerra, la primera decisión de González de Canales fue trasladar el hospital a un edificio en mejores condiciones, en Paseo del Cisne 6, actual calle Eduardo Dato.

El caos del final de la guerra permitió a Leopoldo Benito y Prados Ramos quedar en libertad, aunque no tardarían en ser nuevamente detenidos por los vencedores. El 1 de abril, día en que Franco firmaba el último parte de guerra, se presentó ante la policía franquista Jaime Benigno Soto, de 50 años, que dijo haber sido capitán médico provisional del Hospital n.º 14, para denunciar al doctor Benito. Le acusó de tratar “despiadadamente” a los prisioneros, y reveló que ya fue condenado por ello por los republicanos.

Al mismo tiempo que la denuncia de Benigno Soto, los franquistas reciben otra unas semanas más tarde de un antiguo preso, el teniente de infantería José Burgos Iglesias, que acusa a una enfermera del hospital, Joaquina Rodríguez del Amo, de ofrecer ayuda a su mujer para refugiarse en una embajada a través de miembros del Socorro Blanco, para luego denunciarla ante las autoridades republicanas, que detendrían a la mujer y a siete familiares más.

La causa 1808 abierta por la Auditoría de Guerra del Ejército de Ocupación franquista por las denuncias de malos tratos a los detenidos en el hospital-prisión de la calle de la Puebla 1. (Archivo General e Histórico de Defensa, Madrid)

Los vencedores ponen en marcha un procedimiento sumarísimo ante las denuncias y advierten, para su sorpresa, que la justicia militar republicana ya había procesado y condenado a personal del hospital-prisión. El instructor de la nueva causa franquista llegará a reconocer su “deuda” con el proceso republicano: “Tan escandalosos fueron los actos que se llevaron a cabo en el Hospital n.º 14 que provocó un proceso en época roja que sirve de antecedente a los procedimientos sumarísimos a que se refiere esta calificación”. De hecho, muchos testigos de la causa republicana volvieron a serlo en la franquista. Otros aparecían ahora entre los 23 encausados, incluido el propio Jaime Benigno Soto, que había denunciado los hechos a los vencedores.

Nuevos testimonios agravaron las inculpaciones, denunciando incluso la comisión de “asesinatos científicos”. Una detenida, María Luisa López Ochoa, de 21 años, hija del general que sofocó la revolución de Asturias, decapitado en julio de 1936 por una turba estando enfermo en el hospital militar de Carabanchel, denunció que el doctor Benito operaba a los presos “sin anestesia, diciendo que como eran fascistas tenían que aguantar”.

Otros testimonios reiteraron las acusaciones contra el director y la enfermera Ramos por poner inyecciones de pus a un comandante de veterinaria, Joaquín López López, a un alférez apellidado Giménez y a un oficial italiano apresado en Guadalajara, en algunos casos mezclado el pus con aguarrás. Asimismo se acusó al doctor Benito de dejar morir en una habitación sin curarle sus heridas a un capitán de infantería capturado en Brunete. Otros testimonios aseguraron que al capitán se le dejó tirado en el suelo, atado de pies y manos, haciéndose sus necesidades encima, hasta que murió después de una horrible agonía. También se señaló que había ordenado realizar “curas de mala fe” a prisioneros de guerra italianos que perdieron la movilidad de piernas y brazos a consecuencia de las mismas.

El doctor Leopoldo Benito presentó un escrito negando las inyecciones de pus y alegando que inocular esencia de trementina, componente del aguarrás, era un tratamiento para las infecciones, lo que es cierto: se denominaba “absceso de fijación”, de uso habitual antes del descubrimiento de los antibióticos. Su escrito rebatía con argumentos médicos una acusación que, según Benito, probaba la “mala fe” de quien le imputaba esas prácticas:

El aguarrás, esencia de trementina, es producto empleado de muy antiguo en la Medicina como substancia terapéutica. Su inyección da lugar a unos abscesos, absolutamente asépticos, que tienen por fin localizar la infección generalizada y estimular las defensas del organismo, siendo empleado entre otras enfermedades en las septicemias. Además, al agregar a una cantidad de pus, la substancia el aguarrás, en vez de aumentar la acción de aquel, lo que hace es disminuirla, no solo por atenuar la virulencia microbiana, sino incluso llegar a matar todos los microbios de forma que esta mezcla en vez de producir una substancia nociva, crea una substancia inocua e incluso vacuna y desde luego en vez de aumentar el poder dañino, lo atenúa considerablemente o puede hacerlo desaparecer.

Un preso enfermo, Manuel Rodríguez Silva, declaró que pidió insulina al doctor Benito por ser diabético y que éste le respondió que “lo que necesitaba eran cuatro tiros como todos los fascistas”. Otra presa, Carmen de Blas, de 28 años, denunció que fue encerrada en una celda de aislamiento pese a estar embarazada y que el director le hizo objeto de “un sinfín de escarnios privándome hasta de lo más indispensable”. Otro detenido llegó incluso a manifestar que el doctor Benito cerró con llave durante un bombardeo las habitaciones de los pisos superiores donde estaban recluidos los detenidos, impidiéndoles así ponerse a refugio en los sótanos.

El que sería segundo director del centro, Alejandro González de Canales, reconoció que se maltrataba a los presos, a los que se decía que “no se quejaran mucho porque todos debían de estar fusilados”. También denunció los prolongados periodos de aislamiento de algunos prisioneros enfermos, a causa de los cuales terminaban presentando “síntomas de enajenación mental”. Sin embargo, González de Canales negó que el doctor Leopoldo Benito realizara maltratos personalmente, aunque “los alentaba”, o que se aplicaran inyecciones de pus y se operara sin anestesia. Otro médico, Honorato Pérez, decía que el hospital era “una verdadera checa” y que “el director, más que un médico, era un sicario”.

Con todo, hubo detenidos y prisioneros de guerra que presentaron avales en favor del doctor Leopoldo Benito, reconociendo su buen trato. Incluso un testigo del proceso republicano declaró a los franquistas que había exagerado entonces las acusaciones contra el doctor Benito para que fuera relevado por un médico de la “quinta columna”, como efectivamente ocurrió, aunque luego se desdijo de esta declaración.

El padre del doctor Leopoldo Benito, Ceferino Benito Flores, manifestó que su hijo era afecto a la causa “nacional”, pero que se vio obligado a afiliarse al PCE para que “a su amparo prestara unas veces ayuda a elementos perseguidos de significación derechista; otras les librara de la muerte segura, y otras contribuyera a que buen número de personas de derechas se vieran libres de la ineludible necesidad de tener que empuñar las armas contra sus hermanos, contribuyendo de esta forma a ayudar al Movimiento Nacional.” Para corroborar su declaración adjuntaba cinco escritos con sendos testimonios favorables sobre su hijo: una mujer detenida por desafecta al régimen republicano que fue puesta en libertad por su mediación y cuatro hombres que consiguieron no incorporarse a las filas del Ejército Popular de la República por declararlos falsamente inútiles para el servicio.

De Jaime Benigno Soto, nombrado capitán médico provisional por el gobierno republicano en octubre de 1937, el doctor José María Rubio reveló que “pasaba como médico no siéndolo” y que en realidad era conserje de hotel. El propio Soto, que perdió a su hijo mayor, Benigno, comandante de la 43.ª División republicana, en la batalla del Ebro, confesó no tener título ni haber ejercido la profesión, aunque terminó en 1914 los estudios de Medicina en Santiago de Compostela. Una enfermera, Hermenegilda Santalla, declaró que “una vez no supo ligar una arteria desangrándose el enfermo teniendo que llamar a otro médico”, aunque ignoraba si lo hacía “por ineptitud o por maldad”. Otra aseguró que, viendo desangrarse a un prisionero, Soto ordenó que “lo dejaran porque perdiendo la sangre azul la criaban roja”.

La noticia de la muerte en combate, en la batalla del Ebro, del hijo de Jaime Benigno Soto, inculpado por los franquistas en el sumario sobre el Hospital Militar n.º 1 de Madrid. Benigno Soto hijo era jefe de Estado Mayor de la 43.ª División del Ejército Popular. ("Frente Rojo", 16 de noviembre de 1938, Biblioteca Nacional de España)

El doctor González de Canales señaló que Soto era “un izquierdista fanático”, y que no conocía que hubiera perjudicado a nadie a sabiendas, pero que su “antipatía política” hacia los enfermos de derecha, unido a su “desconocimiento de la ciencia médica” hacían que “sus intervenciones fueran siempre en perjuicio de los hospitalizados”.

La sentencia, dictada el 6 de junio de 1940, fue implacable. De los 23 encausados, siete fueron condenados a muerte por “adhesión a la rebelión”: el doctor Leopoldo Benito Fuertes, Jaime Benigno Soto Liberia, las enfermeras Prados Ramos García, Elvira Navas Traverso y Joaquina Rodríguez del Amo, y los vigilantes Francisco Vaquero Hernández y Eusebio Impuesto Álvarez. El doctor Alfonso Fernández Hernández fue sentenciado a doce años y un día de prisión. También sufrieron condenas de cárcel, con penas desde los 30 años a los 6 años y un día, ocho enfermeras, un auxiliar de farmacia, un peluquero y un vigilante.

Acusados y acusadores en este doble proceso republicano y franquista fueron fusilados el 27 de junio de 1940 en el cementerio de la Almudena, aunque en sus sentencias se había pedido garrote vil para Benito y Ramos por la “perversidad” de sus actos.

Certificado del director de las prisiones de Madrid reconociendo la "muy buena conducta" del doctor Leopoldo Benito Fuertes, que atendía como médico a los presos de la cárcel de Porlier, donde estaba detenido por los franquistas. (Archivo General e Histórico de Defensa, Madrid)

Una última paradoja de esta terrible historia: hasta su fusilamiento, el doctor Leopoldo Benito atendió como médico, con “muy buena conducta”, a los republicanos que estaban presos con él en la cárcel de Porlier. Así lo reconoció el director de las prisiones madrileñas.

 

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