LA CRUZ DE LOS NÁUFRAGOS
El pasado 12 de febrero un temporal destruyó la cruz que recuerda frente al mar en Castro-Urdiales (Cantabria) la desaparición, el 28 de agosto de 1974, de tres jóvenes amigos que aquel día habían salido a navegar con un pequeño velero "snipe" en medio de una fuerte galerna: Hortensia Ramírez de Montesinos y Félix Urdiaín, de 16 años, y mi hermano Jaime, de 15. La cruz, levantada por las tres familias en la Punta del Rebanal, junto al cementerio marino de la localidad, se había convertido en estos cerca de cincuenta años en un mirador privilegiado sobre el mar, a la vez que en un lugar de contemplación y reflexión, para castreños y visitantes.
Los castreños, como buena gente de mar, habían hecho suyo desde entonces el recuerdo de estos tres jóvenes, cuya tragedia conmocionó a todos. La prueba es el buen estado en que se conservó la cruz en todo este tiempo, más de cuatro décadas, señal de que había sido tratada y cuidada con respeto por todos los que a ella se acercaban.
En consonancia con ese sentimiento, el Ayuntamiento de Castro-Urdiales nos comunicó a las tres familias la decisión de hacerse cargo de la reconstrucción de la cruz, con la ayuda desinteresada del maestro cantero y escultor castreño Juan Carlos Herrero (https://m.facebook.com/JC-Trabajos-en-Piedra-252546794937093/?__tn__=%2Cg), a quien desde niño ha acompañado el recuerdo del aquel naufragio. La nueva cruz, a sugerencia de las tres familias, incluye una placa dedicada a la memoria de todas las personas desaparecidas en el mar.
Quede aquí constancia de nuestro infinito y cordial agradecimiento por el gesto de la Corporación castreña y de Juan Carlos Herrero, y también por el cariño que nos han mostrado vecinos y medios de comunicación de Castro-Urdiales ante la fortuita destrucción de la cruz de nuestros hermanos. También queremos dar las gracias a la amable persona que anónimamente rehizo la cruz con los fragmentos rotos, aunque la fragilidad de los mismos desaconsejaban por seguridad su mantenimiento en ese estado.
Hoy, 28 de agosto, se cumple el aniversario de la desaparición de Hortensia, Félix y Jaime. A pesar de los años transcurridos, tenemos muy vivo el sentimiento de gratitud hacia todos los que colaboraron en las tareas de rescate: las tripulaciones de los pesqueros de Castro-Urdiales y otros puertos de la zona, las de embarcaciones de Cruz Roja y deportivas, y la del dragaminas "Almanzora" de la Armada. También es perenne nuestro agradecimiento ante gestos como el de la histórica Sociedad Deportiva de Remo La Marinera, de Castro-Urdiales, que aquel año 1974 compitió en las famosas regatas de traineras del Cantábrico luciendo un brazalete negro en señal de luto por los tres chicos desaparecidos.
En este aniversario he querido traer a esta página personal el testimonio que dejó escrito en su diario mi padre, José Luis, sobre el naufragio de su hijo y sus amigos. Son pasajes que van desde el momento mismo de la desaparición y búsqueda de los tripulantes, cuando se da la alerta al aparecer por la tarde del mismo día el velero en un lugar de la costa, con la quilla al sol y desarbolado, hasta solo unos meses antes de la muerte de mi padre en julio de 1980, seis años después de la de su hijo.
El texto que hoy reproduzco está tomado casi en su integridad del pregón de Semana Santa que en 2014 fui invitado a pronunciar en la iglesia del Monasterio de las Madres Jerónimas de Madrid, por cortesía de la Hermandad de Jesús del Gran Poder y la Esperanza Macarena, gracias a la amabilidad de su Hermano Mayor, mi querido amigo Luis Rafael García Martínez.
Si algo me ha animado a traer de nuevo los pasajes del diario de mi padre sobre la desaparición de Hortensia, Félix y mi hermano Jaime es el deseo de que sus reflexiones sobre el dolor, el sufrimiento, la muerte y el amor puedan servir de apoyo, inspiración o consuelo en estos tiempos difíciles que vivimos, con la muerte tan presente entre nosotros por causa de la pandemia. A todos los que por esta razón han sufrido la pérdida de un ser querido van dedicadas estas palabras, con todo mi afecto y comprensión:
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Mi padre fue un hombre muy religioso. Siempre tuvo a Dios presente en su vida. Pero la desaparición de su hijo con sus amigos en el mar Cantábrico provocó en mi padre el naufragio de sus creencias. Aquellas olas de galerna que engulleron al pequeño velero y sus jóvenes tripulantes desarbolaron también su fe.
En su diario, como en un cuaderno de bitácora, mi padre registró durante los últimos seis años de su vida una auténtica singladura espiritual. La del hombre perdido en el océano del sufrimiento, agarrado a una pequeña tabla, con la esperanza de alcanzar una orilla de paz para su dolor. El hombre que siente la necesidad de descubrir en el horizonte de su vida ya madura, como un faro que le guíe en la noche oscura del alma, la presencia del Cristo crucificado y resucitado.
Ha sido un golpe terrible que es difícil encajar, por mucha resignación cristiana que uno quiera poner en juego.
"Yo le he dicho que era muy difícil para nosotros comprender los designios de Dios".
Juan Pablo II se inclina sobre el hombre caído bajo el peso de su cruz,
y con sus palabras le ayuda a llevar el lacerante madero. Desde entonces, mi
padre abre su diario, una y otra vez, a las palabras consoladoras del Papa
polaco, como las de su homilía del 22 de mayo de 1979, sobre el sentido del
sufrimiento:
La enseñanza espiritual del Papa Wojtyla irá acompañando el camino de mi padre a lo largo de los últimos años de su vida. Después de leer el libro del Papa "Signo de Contradicción", escribe en su diario:
"He empezado a entender el sentido incomprensible del sufrimiento. Es algo que aproxima entre sí a los hombres. Nos iguala a todos. Y todos nos ayudamos unos a otros cuando el dolor nos atenaza. Surge como un deseo de aliviar de su dolor a los demás, ante la impotencia para atenuar el propio. La gente que ha sufrido intensamente vive de otra forma. Mucho más abierta a los demás. El que no se ha visto en circunstancias dolorosas, no sabe lo que puede aliviar una palabra, un gesto, una actitud. Lo que se agradece y la huella que deja. Se nota que el Papa Wojtyla es una persona que ha sufrido".
Con la ayuda de su personal Cireneo, mi padre va comprendiendo el sentido de su sufrimiento, y empieza a trascender su dolor, cuando más fuerte es el oleaje. Por eso puede anotar esta reflexión:
"Tal vez, la supervivencia del amor sea el hecho clave de nuestra religión y el aspecto que en el plano humano constituye su máximo atractivo. El argumento de Gabriel Marcel es definitivo: si Dios ha creado el amor, no puede permitir su destrucción por la muerte.
La muerte, por lo tanto, no es más que un cambio de situación de dos seres que se aman. Pienso que ello supone afrontar la vida, con todas las rupturas brutales.
El "más acá" y el "más allá" no es más que una forma de entendernos los humanos: la vida y la muerte separadas por un hilo finísimo como dice Elisabeth Barbier, lo que expresa bien claramente la idea de continuidad.
No existe, por lo
tanto, una "tierra de nadie" entre los vivos y los muertos. Hay como
una compenetración constante y una interacción que a mi juicio refleja con gran
belleza el dogma de
No es sólo que los
que han muerto sigan viviendo de modo efectivo en nuestro recuerdo, con ser
mucho esto. Es algo así como si alguien dotado de una visión, al mismo tiempo
terrena y ultraterrena, no pudiera advertir diferencia entre los que permanecen
y los que ya han abandonado para siempre la tierra.
Hay una idea de
intemporalidad que envuelve toda nuestra religión. La no distinción entre
presente, pasado y futuro, que a mi tanto me gusta, aunque no sepa bien
explicar por qué".
Más tarde escribe también en su diario una reflexión sobre el
significado del dolor y el sacrificio:
"Todo esto tiene
que tener algún sentido. No puede haber ni sufrimientos ni sacrificios
totalmente estériles. Empezando por el sacrificio de los sacrificios: la muerte
de Cristo en
Eso no puede ser el
final. Porque detrás de
Admitir
Y esa aberración,
como otras tantas, se empieza a dar en quienes se piensan cristianos, y ven
sólo en Cristo un hombre que se preocupó por los demás, para terminar muriendo
en una cruz.
Se trata con ello de
herir en lo fundamental la fe que profesamos. Porque es San Pablo quien lo
dice: "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe".
Bajo esta nueva luz que ilumina el sentido de la vida y de la muerte,
mi padre abre los ojos y mira a su alrededor. La galerna ha pasado. El mar está
tranquilo. En su dolor, descansa por primera vez, asido a la tabla de la
esperanza. A su lado descubre signos que le demuestran el hondo significado de
la aceptación. Así lo refleja en su diario a través de un apunte sobre una familia
a la que conoce en misa:
"El párroco
decía hoy en la homilía que en la celebración de
En el cuaderno de bitácora de su camino espiritual, mi padre recoge
más adelante la cita de
"Todos
necesitamos ser cireneos unos de otros. Todos tenemos que andar por caminos
pedregosos y difíciles. Se Tú también, Señor, nuestro Cireneo, que nadie puede
serlo como Tú, y aunque los demás nos falten, Tú sólo nos bastas".
En el Domingo de Ramos de 1980, poco antes de su muerte, también
escribe sobre el sentido de vivir
"Creo que existe
una comunidad en el sufrimiento. Y que unos tenemos que ayudar a llevar la cruz
a los otros, la única forma de sobrellevar la propia cruz".
Con ese descubrimiento, y con la fuerza espiritual que proporciona la
aceptación, mi padre alcanza la orilla de la paz interior. Ha sido una lucha
extenuante contra el mar enfurecido, desafiando el oleaje de la desesperación,
para encontrar al fin un puerto en el que descansar, un lugar donde poder decir
con serenidad: "pero no se haga mi
voluntad, sino la tuya", en las palabras del Evangelista Lucas, o "no se haga como yo quiero, sino como
quieres tú", en la expresión que recoge San Marcos.
Ahondando en el sentido de la aceptación que
ya está haciendo plenamente suyo, anota una cita de Karl Rahner, de su libro
"
"La aceptación
de
Pero ¿en qué consiste
positivamente la aceptación? Es difícil definirla, pues esta aceptación puede presentarse
bajo mil formas diferentes en las que es casi imposible reconocer el rasgo
común: voluntad esforzada de lucha que no cede ante nada, paciencia serena,
amor heroico a
Como muestra de esa paz espiritual que le va colmando, aparece también
en su diario la anotación realizada tras la lectura de "Julia Vernet",
de la escritora Elisabeth Barbier:
"Y no obstante, uno puede
seguir viviendo. No es la alegría lo importante, sino
En esta otra cita de Juan Pablo II en el cementerio de Roma, encuentra
el reflejo de su idea de la continuidad, de la comunión entre vivos y muertos:
"Vivimos siempre
en el ámbito de la verdad que ellos vivieron, en el ámbito de los problemas que
ellos afrontaron. En cierto sentido, somos su continuidad. Ellos viven en
nosotros y no podemos cesar de vivir en ellos".
Y en ese estado de paz consigo mismo, y bajo la revelación de esa
comunión más allá de la vida y la muerte, mi padre encuentra la fortaleza
espiritual para reconocer, pocos días antes de su fallecimiento el 4 de julio
de 1980, cuál debía haber sido en realidad su reacción inicial ante
"Realmente la
desaparición de Jaime, además del profundo dolor y la pena que nos produjo a
todos, introdujo también el desconcierto y como una especie de desbandada. Fue
como una bomba que cae en una formación que avanzaba aún en relativo orden.
Hasta entonces las cosas iban bien, luego ya fue todo completamente distinto.
Sin duda, en gran parte por culpa mía, porque no supe reaccionar debidamente.
No conseguí cerrar las filas y enderezar la formación para proseguir la marcha,
al menos como iba la cosa antes de producirse el accidente".
Mi padre muestra, en mi opinión, que la fe no es una pesada armadura que ilusamente nos protege contra la angustia ante el dolor y el sufrimiento, sino que es la fe la que, al contrario, nos desnuda de nosotros mismos, nos libera de la carga de nuestros egoísmos y nos concede la gracia del amor para vencer a la muerte. La fe nos hace niños, nos hace frágiles, seres conscientes de nuestras limitaciones, pobres de espíritu. “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
Sólo desde esa conciencia de nuestras limitaciones, de nuestra
fragilidad, se hace plenamente efectivo el único poder capaz de hacer presente
en nosotros, aquí y ahora, el Reino de los Cielos: el amor.
El amor que evita que corramos en desbandada en medio del dolor, el
que nos hace cerrar las filas con el prójimo y enderezar la formación junto a
los demás ante los golpes de la vida.
Este es el testimonio de mi padre que hoy he querido compartir. No es un tratado compacto, sin fisuras, sobre la fe cristiana. Son
las reflexiones de un hombre que, a pesar de las dudas provocadas por la experiencia
sufrida como creyente ante la muerte de su hijo, quiso hacer con su fe lo que
decía el poema de León Felipe: verterla dolorosamente en las páginas de su
diario, disolverla en su sangre y hacerla carne de su cuerpo, hasta hacer
plenamente suyo ese proceso de redención que misteriosamente, gracias a la fe,
convierte el sufrimiento y la angustia en una profunda paz con Dios, con todos
los hombres y con uno mismo.
En los acantilados de Castro-Urdiales, frente al mar en que naufragaron,
en dirección a Oriñón y Laredo, los padres de los tres jóvenes náufragos
hicieron levantar una pequeña cruz de piedra para recordar su desaparición.
La cruz se yergue ante el vasto horizonte marino. A
sus pies rompen las olas del Cantábrico en un rumor blanco de espumas que suavemente cubren y
descubren como un leve sudario las rocas de los cantiles.
La cruz tiene una breve inscripción: “Hortensia, Jaime y Félix María, perdidos
en esta mar el 28 de agosto de 1974”.
Nunca he sentido la necesidad de rezar una oración ante esa
cruz. Allí se reza con la mirada. Con la mirada a la cruz, al horizonte, a la
mar que rompe en los acantilados. Con la mirada que te conduce al silencio y al
recogimiento ante el misterio de la vida y de la muerte.
A pesar de recordar una tragedia, la pérdida de tres vidas jóvenes,
esta cruz invita a la paz. La cruz de los acantilados de Castro-Urdiales,
La Cruz es la respuesta, con su silueta alzada humilde pero poderosamente al borde de un acantilado, frente al inmenso mar de lo desconocido y frente al horizonte limitado de nuestras vidas. La Cruz es la llave de la puerta que permite pasar del "más acá" al "más allá”. La puerta que nos invita a liberarnos del dolor y la desesperanza. La puerta que nos llama a sentirnos en comunión con todos los que hoy siguen vivos en nosotros, eternamente resucitados a través del misterio del amor sin tiempo.