LA CRUZ DE LOS NÁUFRAGOS

 

La cruz que recuerda en la costa de Castro-Urdiales (Cantabria) a Hortensia, Félix y Jaime, desaparecidos en la mar el 28 de agosto de 1974. Destruida por un temporal en febrero de este año, el Ayuntamiento de Castro-Urdiales decidió levantarla de nuevo. El autor de la fotografía es Juan Carlos Herrero, maestro cantero y escultor que desinteresadamente se ofreció a esculpir la nueva cruz para sustituir a la destruida.

El pasado 12 de febrero un temporal destruyó la cruz que recuerda frente al mar en Castro-Urdiales (Cantabria) la desaparición, el 28 de agosto de 1974, de tres jóvenes amigos que aquel día habían salido a navegar con un pequeño velero "snipe" en medio de una fuerte galerna: Hortensia Ramírez de Montesinos y Félix Urdiaín, de 16 años, y mi hermano Jaime, de 15. La cruz, levantada por las tres familias en la Punta del Rebanal, junto al cementerio marino de la localidad, se había convertido en estos cerca de cincuenta años en un mirador privilegiado sobre el mar, a la vez que en un lugar de contemplación y reflexión, para castreños y visitantes. 

Los castreños, como buena gente de mar, habían hecho suyo desde entonces el recuerdo de estos tres jóvenes, cuya tragedia conmocionó a todos. La prueba es el buen estado en que se conservó la cruz en todo este tiempo, más de cuatro décadas, señal de que había sido tratada y cuidada con respeto por todos los que a ella se acercaban. 

En consonancia con ese sentimiento, el Ayuntamiento de Castro-Urdiales nos comunicó a las tres familias la decisión de hacerse cargo de la reconstrucción de la cruz, con la ayuda desinteresada del maestro cantero y escultor castreño Juan Carlos Herrero (https://m.facebook.com/JC-Trabajos-en-Piedra-252546794937093/?__tn__=%2Cg), a quien desde niño ha acompañado el recuerdo del aquel naufragio. La nueva cruz, a sugerencia de las tres familias, incluye una placa dedicada a la memoria de todas las personas desaparecidas en el mar. 

Quede aquí constancia de nuestro infinito y cordial agradecimiento por el gesto de la Corporación castreña y de Juan Carlos Herrero, y también por el cariño que nos han mostrado vecinos y medios de comunicación de Castro-Urdiales ante la fortuita destrucción de la cruz de nuestros hermanos. También queremos dar las gracias a la amable persona que anónimamente rehizo la cruz con los fragmentos rotos, aunque la fragilidad de los mismos desaconsejaban por seguridad su mantenimiento en ese estado. 

Hoy, 28 de agosto, se cumple el aniversario de la desaparición de Hortensia, Félix y Jaime. A pesar de los años transcurridos, tenemos muy vivo el sentimiento de gratitud hacia todos los que colaboraron en las tareas de rescate: las tripulaciones de los pesqueros de Castro-Urdiales y otros puertos de la zona, las de embarcaciones de Cruz Roja y deportivas, y la del dragaminas "Almanzora" de la Armada. También es perenne nuestro agradecimiento ante gestos como el de la histórica Sociedad Deportiva de Remo La Marinera, de Castro-Urdiales, que aquel año 1974 compitió en las famosas regatas de traineras del Cantábrico luciendo un brazalete negro en señal de luto por los tres chicos desaparecidos. 

En este aniversario he querido traer a esta página personal el testimonio que dejó escrito en su diario mi padre, José Luis, sobre el naufragio de su hijo y sus amigos. Son pasajes que van desde el momento mismo de la desaparición y búsqueda de los tripulantes, cuando se da la alerta al aparecer por la tarde del mismo día el velero en un lugar de la costa, con la quilla al sol y desarbolado, hasta solo unos meses antes de la muerte de mi padre en julio de 1980, seis años después de la de su hijo. 

El texto que hoy reproduzco está tomado casi en su integridad del pregón de Semana Santa que en 2014 fui invitado a pronunciar en la iglesia del Monasterio de las Madres Jerónimas de Madrid, por cortesía de la Hermandad de Jesús del Gran Poder y la Esperanza Macarena, gracias a la amabilidad de su Hermano Mayor, mi querido amigo Luis Rafael García Martínez. 

Si algo me ha animado a traer de nuevo los pasajes del diario de mi padre sobre la desaparición de Hortensia, Félix y mi hermano Jaime es el deseo de que sus reflexiones sobre el dolor, el sufrimiento, la muerte y el amor puedan servir de apoyo, inspiración o consuelo en estos tiempos difíciles que vivimos, con la muerte tan presente entre nosotros por causa de la pandemia. A todos los que por esta razón han sufrido la pérdida de un ser querido van dedicadas estas palabras, con todo mi afecto y comprensión:

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Mi padre fue un hombre muy religioso. Siempre tuvo a Dios presente en su vida. Pero la desaparición de su hijo con sus amigos en el mar Cantábrico provocó en mi padre el naufragio de sus creencias. Aquellas olas de galerna que engulleron al pequeño velero y sus jóvenes tripulantes desarbolaron también su fe.

En su diario, como en un cuaderno de bitácora, mi padre registró durante los últimos seis años de su vida una auténtica singladura espiritual. La del hombre perdido en el océano del sufrimiento, agarrado a una pequeña tabla, con la esperanza de alcanzar una orilla de paz para su dolor. El hombre que siente la necesidad de descubrir en el horizonte de su vida ya madura, como un faro que le guíe en la noche oscura del alma, la presencia del Cristo crucificado y resucitado.

 Mi padre, en el mismo día del naufragio, se encontraba trabajando en Madrid. Mi madre y todos los hermanos –éramos doce hijos, hoy diez- estábamos pasando el verano en Castro-Urdiales.

 Conservo vivo de aquella mañana el recuerdo de Jaime, enfundado de la cabeza a los pies en un chubasquero de pescador verde oscuro, desayunando rápido e ilusionado para irse al puerto a embarcarse en la que sería su última singladura.  

 Fue a las seis de la tarde de aquel día cuando, pasada la galerna, un barco de pesca alertó del hallazgo en la costa, entre las localidades de Liendo y Laredo, del velero que tripulaban Hortensia, Félix y Jaime, con la quilla al sol y desarbolado. Poco después fueron hallados el palo y las velas, tres millas mar adentro, pero no apareció ningún rastro de sus tripulantes.

 Tres días fue el tiempo de silencio de mi padre antes de volver a escribir en su diario una vez conocido el naufragio. En esa anotación relata la forma en que tuvo conocimiento del accidente, y expresa, con serenidad, su perplejidad ante el duro embate del destino:  

 "La pérdida inevitable de tiempo en dar la alarma y la circunstancia de que no llevaran chalecos salvavidas les ha costado la vida.

 Hoy todavía no han aparecido los cuerpos. Uno no sabe si es preferible que aparezcan o no.

 La última esperanza la perdimos el sábado día 31, cuando después de hacernos ilusiones porque alguien decía haber visto unos bultos en una roca, dimos una batida por costa y mar entre Laredo y la playa de Liendo. Cuando desde lo alto del último acantilado vi que los barcos y la lancha de la Cruz Roja se iban, fue el final de toda esperanza de encontrarlos con vida.

 Ha sido un golpe terrible que es difícil encajar, por mucha resignación cristiana que uno quiera poner en juego.

 Sí ha sido consolador comprobar la solidaridad de todos en las operaciones de salvamento”.

 Ignorante todavía de la tragedia, la misma tarde del accidente, mi padre, según escribe en su diario, se había dedicado a colgar de la puerta de su armario un rosario que le había regalado su hermana Ana María, monja dominica. Dentro del círculo que formaba el rosario extendido en la puerta de su armario, había prendido una imagen de la Virgen del Carmen, junto con algunas fotos y recuerdos familiares. 

 Unos días después del naufragio, mi padre descubre que, sin darse cuenta, lo había dejado todo preparado con antelación para la imprevista, dolorosa pieza que el destino iba a encajar de golpe en su vida:

 "He puesto un retrato de Jaime, en el que está muy sonriente, en la parte interior de mi armario. Cuando antes de la tragedia organicé las cosas que tenía, y las pegué allí, parece como si hubiera dejado un espacio adecuado dentro del rosario que me regaló mi hermana. Parece así como si hubiera encomendado a Jaime a la Virgen, bajo su advocación de Estrella de los Mares".

 A partir de entonces, mi padre empieza su personal e íntima experiencia de la Cruz.

 En su particular Vía Crucis, comienza por recibir mi padre la palabra supuestamente consoladora, de quien, posiblemente de forma no consciente, ahonda la herida, o quizás sólo quiere probar la firmeza de su fe, para justificar después su propio descreimiento.

 Relata que un conocido se le acerca para decirle que "estas cosas no parecen cosas de Dios sino del demonio".

 Mi padre escribe en el diario la respuesta lacónica que le dio a aquel conocido: 

"Yo le he dicho que era muy difícil para nosotros comprender los designios de Dios". 

 También sufre mi padre la desesperación, en la cima del dolor por la pérdida de su hijo:

 "Cierto que no podemos comprender los designios de Dios. Cierto que Dios escribe derecho con renglones torcidos. Pero todo resulta incomprensible, absurdo y brutal. Aunque se tenga fe y se tenga esperanza de volverle a encontrar de nuevo en otra parte. Cosa que uno necesita creer. No es que uno crea, es que uno necesita creer.

 No me consuelan demasiado las frases elevadas. Porque yo no puedo elevarme siempre que quiero, aunque noto a veces una sensación de alivio al pensar en el más allá. Pero yo estoy completamente a ras de tierra, como un animal herido que se lame sus llagas para tratar de aliviarse".

 Ya en ese mismo sentimiento de desamparo, mi padre quiere encontrar consuelo en la aceptación, en el “Hágase tu voluntad”, aunque reconozca que le es difícil entender esa voluntad:

 “La actitud para con Dios, si realmente le consideramos como un padre próximo a nosotros, la actitud sincera, sería de indignación. Algo así como decirle: "qué faena me has hecho". Y no existe rebeldía si uno añade, a pesar de todo: "tú sabrás por qué".

 En su personal Vía Dolorosa, también encuentra mi padre la ayuda de un Simón de Cirene, del que echaron mano los verdugos para que cargara con la Cruz detrás de Jesús.

 En el caso de mi padre, su Cireneo es una figura que va a conmover al mundo, hasta el punto de cambiar su Historia en apenas unas décadas, durante su reinado en Roma sobre el trono de San Pedro: el Papa Juan Pablo II.

  Poco después de la elección del cardenal Wojtyla al Pontificado, escribe en su diario:

 "Hoy he visto por primera vez en televisión al Papa Wojtyla. Me ha impresionado muy bien. Surge de él como un concepto recio del catolicismo, que no está reñido con una profunda espiritualidad.

 Su imagen es como la del "condottiero". Un conductor de hombres.

 Viene no sólo del frío sino de otra época histórica. Como si hubiera surgido en un momento de verdadero auge del catolicismo. De una época de Cristiandad". 

 No tardará mucho tiempo en descubrir que el nuevo Papa “venuto da lontano” es el apoyo que necesitaba para recuperar la fuerza de su fe:

 "Me apoyo también en el Papa Wojtyla, mi único intermediario con mi Dios, el Dios que trato de venerar, pero que se me aparece como muy lejano a mi condición de hombre, para que pueda recurrir a Él como único apoyo a mis dificultades y a mis sufrimientos de persona de carne y hueso. Más próximo, aunque más distante de lo que yo para mi quisiera: el Cristo. El Cristo de la Pasión y de la Cruz, que nos trajo la esperanza de la Resurrección".

Juan Pablo II se inclina sobre el hombre caído bajo el peso de su cruz, y con sus palabras le ayuda a llevar el lacerante madero. Desde entonces, mi padre abre su diario, una y otra vez, a las palabras consoladoras del Papa polaco, como las de su homilía del 22 de mayo de 1979, sobre el sentido del sufrimiento:

 "¿Cuál es el valor de nuestro sufrimiento? No habéis sufrido o sufrís en vano: el dolor os madura en el espíritu, os purifica en el corazón, os da un sentido real del mundo y de la vida, os enriquece de bondad, de paciencia, de longanimidad, y --oyendo resonar en vuestro espíritu la promesa del Señor: "Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados"-- os da la sensación de una paz profunda, de una alegría perfecta, de una esperanza gozosa. Por esto, sabed dar un valor cristiano a vuestro sufrimiento, sabed santificar vuestro dolor con confianza constante y generosa en El, que consuela y da fuerza".

La enseñanza espiritual del Papa Wojtyla irá acompañando el camino de mi padre a lo largo de los últimos años de su vida. Después de leer el libro del Papa "Signo de Contradicción", escribe en su diario:

"He empezado a entender el sentido incomprensible del sufrimiento. Es algo que aproxima entre sí a los hombres. Nos iguala a todos. Y todos nos ayudamos unos a otros cuando el dolor nos atenaza. Surge como un deseo de aliviar de su dolor a los demás, ante la impotencia para atenuar el propio. La gente que ha sufrido intensamente vive de otra forma. Mucho más abierta a los demás. El que no se ha visto en circunstancias dolorosas, no sabe lo que puede aliviar una palabra, un gesto, una actitud. Lo que se agradece y la huella que deja. Se nota que el Papa Wojtyla es una persona que ha sufrido".

Con la ayuda de su personal Cireneo, mi padre va comprendiendo el sentido de su sufrimiento, y empieza a trascender su dolor, cuando más fuerte es el oleaje. Por eso puede anotar esta reflexión:

"Tal vez, la supervivencia del amor sea el hecho clave de nuestra religión y el aspecto que en el plano humano constituye su máximo atractivo. El argumento de Gabriel Marcel es definitivo: si Dios ha creado el amor, no puede permitir su destrucción por la muerte.

La muerte, por lo tanto, no es más que un cambio de situación de dos seres que se aman. Pienso que ello supone afrontar la vida, con todas las rupturas brutales.

El "más acá" y el "más allá" no es más que una forma de entendernos los humanos: la vida y la muerte separadas por un hilo finísimo como dice Elisabeth Barbier, lo que expresa bien claramente la idea de continuidad.

No existe, por lo tanto, una "tierra de nadie" entre los vivos y los muertos. Hay como una compenetración constante y una interacción que a mi juicio refleja con gran belleza el dogma de la Comunión de los Santos, que yo quiero entender de esa forma consoladora.

No es sólo que los que han muerto sigan viviendo de modo efectivo en nuestro recuerdo, con ser mucho esto. Es algo así como si alguien dotado de una visión, al mismo tiempo terrena y ultraterrena, no pudiera advertir diferencia entre los que permanecen y los que ya han abandonado para siempre la tierra.

Hay una idea de intemporalidad que envuelve toda nuestra religión. La no distinción entre presente, pasado y futuro, que a mi tanto me gusta, aunque no sepa bien explicar por qué".

Más tarde escribe también en su diario una reflexión sobre el significado del dolor y el sacrificio:

"Todo esto tiene que tener algún sentido. No puede haber ni sufrimientos ni sacrificios totalmente estériles. Empezando por el sacrificio de los sacrificios: la muerte de Cristo en la Cruz. Si Dios nos hace partícipes, y nos da a cada uno nuestra propia Cruz para cargar con ella, por algo ha de ser. Uno vuelve la vista a su alrededor, y todos, casi todos, van llevando su Cruz. (...) Esto es lo que uno ve en su entorno, aunque no exhiban ni las cruces ni las llagas, que muchos llevan también en su costado...

Eso no puede ser el final. Porque detrás de la Crucifixión tiene que venir necesariamente la Resurrección.

Admitir la Cruz sin aceptar la Resurrección es una gran aberración, sin lógica ni coherencia.

Y esa aberración, como otras tantas, se empieza a dar en quienes se piensan cristianos, y ven sólo en Cristo un hombre que se preocupó por los demás, para terminar muriendo en una cruz.

Se trata con ello de herir en lo fundamental la fe que profesamos. Porque es San Pablo quien lo dice: "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe".

Bajo esta nueva luz que ilumina el sentido de la vida y de la muerte, mi padre abre los ojos y mira a su alrededor. La galerna ha pasado. El mar está tranquilo. En su dolor, descansa por primera vez, asido a la tabla de la esperanza. A su lado descubre signos que le demuestran el hondo significado de la aceptación. Así lo refleja en su diario a través de un apunte sobre una familia a la que conoce en misa:

"El párroco decía hoy en la homilía que en la celebración de la Eucaristía había que compartir los problemas del que teníamos al lado. Junto a mí estaba sentado en una silla de ruedas un niño de unos 10 ó 12 años. Le he dado la paz y le he preguntado cómo se llamaba. Su nombre, César. He preguntado a su madre. Una lesión congénita, espina bífida. Anda a duras penas con unas muletas. Su familia, padres y varios hermanos, gira alrededor de César. César tiene una cara sonriente, y verdaderamente da sensación de tener paz, y al propio tiempo infunde paz a su lado. Se ha despedido de mi muy cariñoso cuando ha terminado la misa. Al salir se quedaba el último, con su padre al lado, avanzando torpemente hacia la puerta por el pasillo central".

En el cuaderno de bitácora de su camino espiritual, mi padre recoge más adelante la cita de la Santa Estación del Vía Crucis de Montejurra:

"Todos necesitamos ser cireneos unos de otros. Todos tenemos que andar por caminos pedregosos y difíciles. Se Tú también, Señor, nuestro Cireneo, que nadie puede serlo como Tú, y aunque los demás nos falten, Tú sólo nos bastas". 

En el Domingo de Ramos de 1980, poco antes de su muerte, también escribe sobre el sentido de vivir la Cruz de los demás:

"Creo que existe una comunidad en el sufrimiento. Y que unos tenemos que ayudar a llevar la cruz a los otros, la única forma de sobrellevar la propia cruz".

Con ese descubrimiento, y con la fuerza espiritual que proporciona la aceptación, mi padre alcanza la orilla de la paz interior. Ha sido una lucha extenuante contra el mar enfurecido, desafiando el oleaje de la desesperación, para encontrar al fin un puerto en el que descansar, un lugar donde poder decir con serenidad: "pero no se haga mi voluntad, sino la tuya", en las palabras del Evangelista Lucas, o "no se haga como yo quiero, sino como quieres tú", en la expresión que recoge San Marcos.

  Ahondando en el sentido de la aceptación que ya está haciendo plenamente suyo, anota una cita de Karl Rahner, de su libro "La Gracia como libertad":

"La aceptación de la Cruz no significa una alegría perversa en el dolor, ni la apatía que ya no puede experimentarlo.

Pero ¿en qué consiste positivamente la aceptación? Es difícil definirla, pues esta aceptación puede presentarse bajo mil formas diferentes en las que es casi imposible reconocer el rasgo común: voluntad esforzada de lucha que no cede ante nada, paciencia serena, amor heroico a la Cruz, participación consciente en el destino de los demás, olvido de si mismo frente al dolor de los otros, y muchas otras formas de aceptación. Me parece que el Crucificado ha pasado por todas estas formas cuando en la Cruz gritó: "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?", y rezó: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". En esas primeras palabras, la Cruz permanece como lo incomprensible y lejos de toda idealización. En las segundas, la acepta como lo que es. Una y otra integran la verdad de la aceptación. Idéntica totalidad puede darse cuando gritamos las primeras palabras y pronunciamos las segundas en silencio obediente".

Como muestra de esa paz espiritual que le va colmando, aparece también en su diario la anotación realizada tras la lectura de "Julia Vernet", de la escritora Elisabeth Barbier:

"Y no obstante, uno puede seguir viviendo. No es la alegría lo importante, sino la paz. Esta paz que nace misteriosamente cuando uno ha pasado lo peor, sin perder jamás la esperanza".

En esta otra cita de Juan Pablo II en el cementerio de Roma, encuentra el reflejo de su idea de la continuidad, de la comunión entre vivos y muertos:

"Vivimos siempre en el ámbito de la verdad que ellos vivieron, en el ámbito de los problemas que ellos afrontaron. En cierto sentido, somos su continuidad. Ellos viven en nosotros y no podemos cesar de vivir en ellos".

Y en ese estado de paz consigo mismo, y bajo la revelación de esa comunión más allá de la vida y la muerte, mi padre encuentra la fortaleza espiritual para reconocer, pocos días antes de su fallecimiento el 4 de julio de 1980, cuál debía haber sido en realidad su reacción inicial ante la Cruz. Solo alguien que consigue la paz puede cuestionarse con tanta serenidad a sí mismo:

"Realmente la desaparición de Jaime, además del profundo dolor y la pena que nos produjo a todos, introdujo también el desconcierto y como una especie de desbandada. Fue como una bomba que cae en una formación que avanzaba aún en relativo orden. Hasta entonces las cosas iban bien, luego ya fue todo completamente distinto. Sin duda, en gran parte por culpa mía, porque no supe reaccionar debidamente. No conseguí cerrar las filas y enderezar la formación para proseguir la marcha, al menos como iba la cosa antes de producirse el accidente".

Mi padre muestra, en mi opinión, que la fe no es una pesada armadura que ilusamente nos protege contra la angustia ante el dolor y el sufrimiento, sino que es la fe la que, al contrario, nos desnuda de nosotros mismos, nos libera de la carga de nuestros egoísmos y nos concede la gracia del amor para vencer a la muerte. La fe nos hace niños, nos hace frágiles, seres conscientes de nuestras limitaciones, pobres de espíritu. “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.

Sólo desde esa conciencia de nuestras limitaciones, de nuestra fragilidad, se hace plenamente efectivo el único poder capaz de hacer presente en nosotros, aquí y ahora, el Reino de los Cielos: el amor.

El amor que evita que corramos en desbandada en medio del dolor, el que nos hace cerrar las filas con el prójimo y enderezar la formación junto a los demás ante los golpes de la vida.

Este es el testimonio de mi padre que hoy he querido compartir. No es un tratado compacto, sin fisuras, sobre la fe cristiana. Son las reflexiones de un hombre que, a pesar de las dudas provocadas por la experiencia sufrida como creyente ante la muerte de su hijo, quiso hacer con su fe lo que decía el poema de León Felipe: verterla dolorosamente en las páginas de su diario, disolverla en su sangre y hacerla carne de su cuerpo, hasta hacer plenamente suyo ese proceso de redención que misteriosamente, gracias a la fe, convierte el sufrimiento y la angustia en una profunda paz con Dios, con todos los hombres y con uno mismo.

 Espero haber contribuido con este testimonio a la meditación que todos y cada uno de nosotros nos hacemos acerca del significado de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Cristo. Todos traducimos de distinta manera este significado en nuestras propias existencias, en nuestro diario morir en las cruces, más grandes o más pequeñas, que nos encontramos a lo largo de nuestra vida.

La cruz de la Punta del Rebanal en un día de lluvia (Fotografía del autor)

En los acantilados de Castro-Urdiales, frente al mar en que naufragaron, en dirección a Oriñón y Laredo, los padres de los tres jóvenes náufragos hicieron levantar una pequeña cruz de piedra para recordar su desaparición.

La cruz se yergue ante el vasto horizonte marino. A sus pies rompen las olas del Cantábrico en un rumor blanco de espumas que suavemente cubren y descubren como un leve sudario las rocas de los cantiles.

La cruz tiene una breve inscripción: “Hortensia, Jaime y Félix María, perdidos en esta mar el 28 de agosto de 1974”.

Nunca he sentido la necesidad de rezar una oración ante esa cruz. Allí se reza con la mirada. Con la mirada a la cruz, al horizonte, a la mar que rompe en los acantilados. Con la mirada que te conduce al silencio y al recogimiento ante el misterio de la vida y de la muerte.

A pesar de recordar una tragedia, la pérdida de tres vidas jóvenes, esta cruz invita a la paz. La cruz de los acantilados de Castro-Urdiales, la Cruz de Cristo, trasciende el hecho doloroso que la motivó.

 La Cruz no es un mero recordatorio del dolor y el sufrimiento humanos. La Cruz tampoco es un interrogante sobre el sentido de la vida y el misterio de la muerte. Como aquella lacerante pregunta que formulaba, en un momento de desesperanza, Jorge Luis Borges: “¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?”.

La Cruz es la respuesta, con su silueta alzada humilde pero poderosamente al borde de un acantilado, frente al inmenso mar de lo desconocido y frente al horizonte limitado de nuestras vidas. La Cruz es la llave de la puerta que permite pasar del "más acá" al "más allá”. La puerta que nos invita a liberarnos del dolor y la desesperanza. La puerta que nos llama a sentirnos en comunión con todos los que hoy siguen vivos en nosotros, eternamente resucitados a través del misterio del amor sin tiempo.



Fotografía de la cruz original bajo el crepúsculo, obra de Pepa Leblic (m.facebook.com/PepaLeblic)

 

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