LA GUERRA DE NUESTROS ANTEPASADOS (BELCHITE, 1999)
Al pueblo muerto de Belchite, con sus ruinas todavía en pie sesenta y dos años después de la batalla, le ponen cerco infinitas hileras de almendros en flor. El viento del páramo empuja remolinos de soledad hacia las esquinas de las primeras casas. De aquellos despojos de la historia sobresalen los esqueletos de unas torres mudéjares, donde las bombas y las balas han dejado impresas sus dentelladas. “Admirad la locura humana”, ha escrito una mano sobrecogida sobre una señal que avisa del peligro de derrumbes a las puertas del Belchite viejo, este túnel al horror que hoy permanece cegado por los escombros de la batalla.
En Belchite chocó la
ofensiva republicana lanzada el 24 de agosto de 1937 sobre Zaragoza para evitar
la toma de Santander por los nacionales. 80.000 soldados del Ejército Popular
desencadenaron el ataque contra las líneas franquistas a cincuenta kilómetros
al este de la capital aragonesa. El arrojo de los defensores de Belchite,
Quinto y Codo, apenas 2.000 hombres, detuvo la ofensiva durante quince días de
sangre y fuego bajo un sol abrasador. El 6 de septiembre cayó Belchite en manos
de los republicanos, pero éstos ya no conseguirían entrar en Zaragoza. De los
nacionales que defendieron el pueblo sólo quedaron 150 supervivientes. El
sacrificio de los republicanos costó 10.000 bajas.
"Antes de la guerra Belchite
contaba con 5.000 habitantes. Había cabaret, bueno, un café con mujeres de
marcha, y seminario, con tantas ventanas como días tiene el año. Aquí los
nacionales resistieron burradas cuando la batalla, pero aún así logramos llegar
a 15 kilómetros de Zaragoza. Lo que pasó es que nuestros mandos no nos dejaron
avanzar sobre la ciudad. Luego llegaron los nacionales desde Santander, se
fortificaron en El Sillero y, cuando ya estaban fortificados, nos mandaron
atacar otra vez. Y, claro, aquello fue otra sangría”.
Tomás Quintín ha roto el
fuego. Es un veterano de la batalla, quizá el más joven de los que combatieron
en Belchite. Tenía 14 años cuando en agosto de 1936 se pasó a las centurias de
Ascaso, el anarquista compañero de Durruti, después de que en su pueblo,
Mediana, a diez kilómetros de Belchite, los falangistas dejaran ochenta muertos
en las cunetas, hombres y mujeres. “Parecía gente dormida, con el sombrero
puesto y todo. Yo venía por la carretera de Zaragoza acarreando haces de trigo
para la era. Iba conmigo un agostero que trabajaba para mí padre. Pascual, le
dije, mira esos que duermen. Esos no se despertarán jamás, me respondió”.
A Tomás su padre le fue a
buscar al frente para llevarlo a casa, cruzando las líneas entre las dos
Españas, peligrosamente. “Me llevó en tren a Caspe, pero me volví a escapar. Y
él volvió a buscarme. Así sucedió otras cuatro veces, hasta que mi padre se
cansó y se quedó conmigo en el frente para cuidarme. Como nos peguen un tiro,
te vas a enterar, me decía a todas horas. A él lo mandaron de acemilero, a
retirar heridos con las mulas, y a mí me pusieron de asistente de un comandante
italiano. Cuando nació el Ejército Popular en el 37, nos encuadraron en el 4
Batallón de la 56.ª Brigada, de la 25.ª División”.
A Tomás le tocó la batalla
de Belchite por la parte de Codo, defendido por los requetés. “Eran del Tercio
de Montserrat y al final murieron todos, pero nos dieron también lo suyo. No
había descanso, de noche era cuando más se combatía. Cuando atacabas ibas
ciego, ibas loco”.
Después de la toma de
Belchite, a Tomás y a su padre les mandaron a trabajar a retaguardia. “Nos
fuimos a una comuna anarquista en Híjar. Una vez que se hizo matanza de cerdo,
los responsables de la comuna nos repartieron solamente tocino, y además del
malo. Ellos se habían quedado con los solomillos y los lomos, así que mi padre
se encaró con los jefes y les dijo: Aquí os quedáis que sois más ladrones que
los otros. Y nos fuimos a Barcelona, donde nos quedamos toda la guerra”.
Sólo quedan en
pie varias casas del viejo Belchite. Salvo las ruinas de dos iglesias, un
convento y la torre del reloj, todo el resto son solares y escombros donde se
refugia, como una alimaña, el eco de aquellos días sangrientos.
A José Granell, de 78 años,
las palabras se le escapan como ráfagas por entre sus dos únicos dientes cuando
recuerda la lucha en Belchite: “Se combatió casa por casa, pero no en la calle,
que aquello era mortal por los francotiradores, sino habitación por habitación.
Se agujereaban los tabiques desde los patios, se lanzaba una bomba de mano y se
asaltaba, y así a por la siguiente habitación, muchas veces a cuchillo”.
A Granell, natural de Belchite,
la ofensiva roja le cogió con 17 años en Mediana, de guarnición con la 2.ª
Bandera de la Falange de Aragón, junto con otro belchitano, Ángel Ortín, de 78
años, con quien todavía comparte hoy sus horas de mus en el hogar del jubilado
del pueblo nuevo. “Era como en las películas de indios, cuando se asoman a las
colinas y aparecen miles. Pues así sucedió con los rojos en el frente de
Belchite. Mediana lo abandonamos el 28 de agosto de 1937 porque ya estábamos
cercados”, relata Granell.
Nostálgico, de la vieja guardia, reparte calendarios con los retratos de Franco y José Antonio. “Camino de Zaragoza nos encuadramos en un batallón de caballería y al pasar por la carretera vi en la cuneta a una niña de dos años que estaba perdida en medio del caos. La subí al caballo y a la entrada de Zaragoza unos refugiados la reconocieron como hijas de unos vecinos. A ellos se la dejé”.
“No había venido aquí desde
que estuvieron filmando una de romanos”, dice Eusebio Morella, de 80 años, al
traspasar el Arco de la Villa y poner el pie en las cicatrices del pasado.
Nacido también en Belchite y veterano del Ejército Popular, camina erguido por
entre las ruinas de su pueblo como si desafiara a los recuerdos todavía
atrincherados en cada esquina:
“Fue el 6 de agosto de 1936.
Yo estaba de aprendiz de peluquero en Fuentes de Ebro, cuando un cliente,
Manuel, el hornero, me dijo: Eusebio, te acompaño en el sentimiento. Al ver mi
cara de extrañeza, me contó que habían fusilado a mi padre, a mi hermano
Remigio y a mi cuñado Lázaro en Belchite. Me cogí entonces la bicicleta y
recorrí los veinte kilómetros de un suspiro y allí me encontré con que era
verdad, que los habían fusilado en la plaza del Ayuntamiento con otros sesenta,
todos sin motivo”.
Hemos llegado a la plaza
también en un suspiro, entrecortado. La fuente del pueblo, seca y polvorienta,
es un testigo mudo de la sangre que corrió en Belchite por culpa de uno y otro
bando.
“Me pasé a la zona
republicana por miedo, por qué voy a decir otra cosa”, continúa Eusebio
Morella. “En Fuentes de Ebro me amenazaron con denunciarme por haber
frecuentado a unas chicas de izquierda. ¿Pero sabe usted a qué se debían esas
frecuentaciones? A que a las pobres las había tenido que cortar el pelo al cero
para mofa de aquella gente”.
A Eusebio Morella le
destinaron también a la 25.ª División, en la 57.ª Brigada, como sanitario del primer
batallón, en donde coincidió con otro belchitano, Francisco Ortín, que tiene 85
años. A ambos les tocó la ofensiva sobre Belchite por la parte de Zaragoza.
“Nosotros íbamos detrás de
la tropa, con el morral y las vendas para hacer la primera cura”, recuerda
Ortín. “La cosa es que a mí siempre me había mareado la sangre, desde pequeño.
Cuando me hacia una herida, me quejaba mucho y mi padre me decía: qué falso
eres, anda que si te toca ir a Melilla. Pero en la guerra, con el primer herido
que atendí, me puso el comandante un cigarrillo en la boca y nada, a curar”.
Ismael Beltrán tenía 15 años
cuando los republicanos sitiaron Belchite. Ayudaba a los franquistas a
construir parapetos junto con otros chavales del pueblo bajo las órdenes del
alguacil durante los quince que duró el asedio. “Cuando no había tiros salíamos
de las bodegas a poner sacos terreros para fortificar, pero en cuanto empezaba
el tomate nos hacían volver corriendo a refugiarnos”, cuenta. Al final del
cerco, la familia de Ismael, como tantas otras, buscó refugio en la iglesia de
San Martín, convertida por los nacionales en improvisado hospital. “Los
republicanos no hicieron caso y apuntaron sus baterías contra la iglesia. Allí
murieron muchos”.
“El último día del asedio,
cuando los defensores lograron romper el cerco, la gente salió hacia la
carretera por el Arco de San Roque. Los que tomaron las de Zaragoza, lograron
sobrevivir, pero a los que fueron para Alcañiz los rojos se los cargaron a
todos”, recuerda Agustín Cubel, un veterano de la 150.ª y la 108.ª divisiones
nacionales, cuya familia escapó con vida el último día del cerco republicano
sobre Belchite. Agustín había estado en el pueblo cuatro días antes del
comienzo de la batalla, de permiso de sus cursos de sargento en Extremadura.
Por su hoja de servicios, como en un antiguo callejero, desfilan los nombres de
todos los generales franquistas con quienes combatió: Yagüe, Varela, Aranda,
García-Valiño...
Agustín Cubel pasó la guerra
al cargo de dos cabos, un herrero y cincuenta mulas con las que abastecía a las
tropas de munición y provisiones. “En Teruel me mataron a un cabo, un gallego
muy majo, pero como si nada. Al oficial le decías: ha muerto el cabo, y sin
novedad. Pero si mataban a un mulo, tenía que dar parte por escrito, con la
edad del animal, con la marca de los hierros, con la causa de la muerte, que si
una bomba, que si un tiro... Y mira que yo les decía a los míos: cuando tiren
poneros detrás del mulo, que maten al animal, pero vosotros salvar la
pelleja”.
La suerte de la guerra llevó
a muchos de estos belchitanos a pasar, en apenas cuatro meses, del sol
incandescente del agosto de Belchite a las temperaturas glaciales de 20 grados
bajo cero del diciembre de Teruel, durante la conquista de la ciudad por el
Ejército Popular. Con la 25.ª División republicana entró en el Teruel recién
conquistado otro belchitano, José Serrano, que hoy cuenta 80 años, y a cuyo
hermano, Lázaro, mataron en la plaza del pueblo en el 36.
“Nosotros íbamos muy bien
abrigados, con mucha ropa y con calzones y camisetas de lana, pero aun así
hacía un frío que pelaba. A quien daba pena verlos era a los nacionales, que no
llevaban nada de ropa de abrigo. Iban como harapientos, pero eso sí, menuda
paliza que nos dieron”, dice José Serrano.
En la reconquista de Teruel
por los nacionales, en febrero de 1938, Eusebio se quedó en la ciudad
atendiendo a un herido y fue hecho prisionero. Lo apresaron unos regulares que
ante sus propios ojos ejecutaron a sangre fría a cuatro compañeros. “Me
mandaron a un campo de prisioneros en Orduña con otros cuatro mil republicanos.
Al llegar un cura nos dirigió una alocución y empezó con estas palabras:
Señores asesinos... Gracias a la Cruz Roja pude dar noticias a mi hermano
Florencio, pues se creía que me había matado el propio Valentín González, “el
Campesino”, que ese se cargaba él mismo a quien echase para atrás en un ataque”.
Para Eusebio Morella empieza
un calvario de cárcel y juicio sumario, en el que es inculpado por revancha de
un vecino. Pasará cinco años y dos meses en cárceles de Predicadores y Torreros,
de Zaragoza. “Salí libre el 19 de noviembre de 1944, después de cinco años y
dos meses, total por haber sido camillero. Hace unos años el Gobierno
socialista dio un millón de pesetas a todos los que habíamos pasado más de
cinco años en la cárcel después de la guerra. Fíjese que yo conocía a uno que
estuvo cinco años menos un día y no pudo cobrar el millón. Hombre, si haces
estas cosas para reparar, por lo menos hazlo bien”.
La misma suerte que Eusebio
corrieron Francisco Ortín y José Serrano, sus compañeros en la 25.ª División,
apresados en la debacle final por la parte de Valencia. Ortín, “también por ir
de camillero”, se pasó cuatro años en la prisión de Torreros. Allí estuvo
también Serrano tres años, pero luego penó otros dos en un batallón disciplinario,
“a cavar un túnel en Arcos de Jalón a pico y pala”
Pero de eso se encargaron
otros prisioneros republicanos. Al recuperar Belchite en marzo de 1938, Franco
prometió a sus heroicos defensores la construcción de un pueblo nuevo junto a
las ruinas de la villa laureada. En 1940 empezaron las obras.
“Los de las brigadas
internacionales se dedicaban a arrancar piedra de una cantera, mientras que los
penados españoles hacían las casas”, cuenta José Granell, quien al volver a
Belchite, después de haber participado con su amigo Ángel Ortín en la toma de
Madrid “sin pegar un tiro”, fue nombrado jefe del almacén que tenía en el
pueblo la Dirección General de Regiones Devastadas.
“Había buena gente entre los
penados, todo hay que decirlo. Yo tenía a dos en el almacén que me enseñaron a
leer y a escribir a mano y a máquina. Se apellidaban Pereta y España. Aunque yo
era falangista, ellos fueron como mis padres. En una palabra, me enseñaron todo
lo que sé”, recuerda Granell.
La gente de Belchite siguió
viviendo penosamente en sus casas en ruinas mientras se levantaba el pueblo
nuevo a apenas medio kilómetro. Una prueba del estado de los edificios fue el
hundimiento de una casa donde cien falangistas acudían a un mitin. Los cien se
desplomaron del tercer al segundo piso, y cuando éste se desplomó a su vez,
cayeron al primero. No hubo muertos, pero sí muchos heridos. A Ángel Ortin,
guarda forestal, que hoy cuida de una olivera milenaria frente al hogar del
jubilado, le costó la rotura de la nariz y esa efigie de boxeador que hoy luce.
El 13 de octubre de 1954, en
una ceremonia solemne en la plaza del pueblo nuevo, Franco entregó a los
arrendatarios la llave de las 250 primeras casas del flamante Belchite, tan
similar a los escenarios habituales del NODO que cuando uno pasea por sus
calles cuesta convencerse de que es un pueblo en color y no en blanco y negro.
“Aún conservamos la llave que nos dio Franco, aunque claro ya hemos cambiado la
cerradura y ahora guardamos la llave y la cerradura. Lo que pasa es lo de siempre,
que muchas de las casas estaban aún sin terminar cuando Franco vino a inaugurar”,
dice Granell.
A medida que iban cumpliendo
sus penas, los veteranos de la República que regresaban a Belchite se veían
abocados a malvivir en el pueblo viejo. “Vivíamos como ratones en el pueblo
destruido”, dice Francisco Ortín. Hasta el año 66, doce años después de la
visita de Franco, no consiguió casa en el pueblo nuevo. Con razón dice Ortín
que de la guerra “me tocó vivir lo que empezó, lo que terminó y lo que sobró”.
“A mí la guerra me jodió la
vida. Lo que pasa es que en España la mentalidad era tan pequeña que no hubo
manera, y así terminamos: matándonos como cerdos”, dice José Granell con la
mirada fija en la torre mudéjar donde el hueco del reloj semeja el cuenco vacío
de un cíclope.
“¡A formar!”, exclama Tomás
Quintín con tono militar antes de la última sesión fotográfica. Ante las ruinas
del Arco de la Villa se alinean los veteranos de los dos bandos de una guerra,
la de nuestros antepasados. “La gente se preguntará qué hace toda esta chatarra
junta”, dice Ángel Ortín mirando a la cámara. “Sí, estamos kaput”, responde
Eusebio Morella. “Pero tan amigos”, apunta José Serrano. No han venido a la
cita José Granell, que no hay manera de encontrarle en todo el pueblo, y
Agustín Cubel, que tenía cosas más importantes que hacer: se ha ido a buscar al
nieto al colegio para llevarlo luego al gimnasio.
A Tomás Quintín, el zagal que se iba al frente sin permiso, le devolvemos a Fuentes de Ebro, donde vive y donde su hija y su yerno regentan ahora su hostal. La carretera enfila los campos donde se libró la batalla. Tomás quiere que nos paremos a ver el “parapeto de la muerte”, donde las trincheras republicanas y las nacionales se distanciaban apenas unos metros. Tomás se sumerge en un silencio grave. Su figura se recorta dramáticamente contra el cielo plomizo en el escenario de aquellas luchas encarnizadas. Se vuelve hacia nosotros con gesto concentrado. “Mirad qué bien nacido está el trigo este año”, dice señalando unos brotes verdes que revientan junto al parapeto.
Fotografía de José Luis Álvarez. "Blanco y Negro", 28 de marzo de 1999