EL SOL SIEMPRE BRILLA EN COLMENAR VIEJO
El juez Billy Priest fue uno de los personajes favoritos del cineasta John Ford, tanto que le dedicó dos películas: una en 1934, “El juez Priest”, y la segunda en 1953, “El sol siempre brilla en Kentucky”. Esta última fue, además, una de las obras preferidas por Ford de toda su monumental cinematografía.
El personaje creado por Irving S. Cobb, encarnado en la segunda película por Charles Winninger, protagoniza una escena conmovedora, llena de valentía, dignidad y humanidad: la defensa, solo ante el peligro, de la cárcel del pueblo frente a una turba dispuesta a tomarse la justicia por la mano y ahorcar a un joven negro acusado de violar a una muchacha. Ante las intimidaciones de la turba, el juez Priest traza con su paraguas una línea en el suelo, amenazando con disparar a quien la rebase. Esa delgada línea dibujada en el polvo, que simboliza la frontera entre la justicia y la ley de la selva, se mantendrá inviolable gracias al coraje del viejo juez.
El título de esta entrada está escogido precisamente
para señalar la similitud entre esta escena rodada por John Ford y la
protagonizada en Colmenar Viejo, en los primeros días de la Guerra Civil, por
el entonces juez de primera instancia de la localidad madrileña, Alejandro Royo
Fernández Cavada. Un ejemplo también de valentía, dignidad y humanidad al que
me he referido en alguna intervención en estos últimos años.
Alejandro era hijo de Antonio Royo Villanova, diputado
de las Cortes monárquicas con el Partido Liberal y después de las republicanas
en las legislaturas de 1931 y 1933 con la Minoría y el Partido Agrarios. Destacado
por su contundente oposición al estatuto de Cataluña, en 1935, durante el
bienio radical-cedista, Antonio Royo será nombrado ministro de Marina en el
gobierno de Lerroux.
El futuro juez había nacido el 18 de junio 1900 en
Valladolid, donde su padre era catedrático de Derecho Administrativo y había dirigido
“El Norte de Castilla”. De sus simpatías políticas antes de su ingreso en la
carrera judicial nada sabemos, salvo su presencia en 1922 en un homenaje en el
hotel Palace al escritor Fernando Gil Mariscal, organizado por la Juventud de
Izquierda Liberal y presidido por Santiago Alba.
Alejandro Royo aprobó las oposiciones a la judicatura en 1927, en el puesto 30 de 48, y ese mismo año obtuvo su primer destino como juez en Baltanás (Palencia). En 1928 es destinado a Ribadeo (Lugo) y en 1930 es nombrado juez de primera instancia de Colmenar Viejo. De su desempeño como juez en la villa madrileña constan en las crónicas de la época su rigor, entrega y profesionalidad, así como su trato humano tanto hacia las víctimas como hacia los autores del delito.
El año 1932 fue especialmente movido para Alejandro Royo. En febrero se produjo en Pedrezuela, dentro de su partido judicial, un crimen que conmocionó a todo Madrid: una vaquera de 27 años, Consuelo Chidrón (o Chichón, según otros medios), nacida con una hemiplejia que le había dejado paralítica del brazo derecho, fue asesinada con dos disparos de una escopeta de caza, uno en el pecho y otro en el bajo vientre, después de resistirse a ser violada. De este trance es la única fotografía que conocemos de Alejandro Royo en el ejercicio de sus funciones, captada por Díaz Casariego junto a dos médicos forenses y el cadáver de la víctima.
Antes de que acabe el año, el 25 de noviembre de 1932,
Alejandro Royo se enfrentará a uno de los casos más sonados del gangsterismo
anarquista bajo la Segunda República: el asalto a la familia del conde de
Riudoms, Juan Pérez de Seoane, en la carretera de Francia, cuando se aprestaba
a exiliarse en París con su mujer, sus tres hijos pequeños, la “nanny”, dos criadas
y el chófer. Pasados dos kilómetros de El Molar, los condes de Riudoms se
encontraron con un taxi cruzado en la carretera y con seis individuos armados
con pistolas que les obligaron a detenerse y a bajar del coche. Los condes nada
pudieron hacer más que ver cómo los asaltantes se llevaban su dinero, alhajas y
otros efectos por valor de más de 150.000 pesetas, además del coche,
obligándoles a volver a pie hasta El Molar dado que habían dejado inutilizado
el taxi, robado a su vez a punta de pistola.
El atraco a los condes de Riudoms, de cuya instrucción
se hizo cargo Alejandro Royo por haberse producido en su demarcación, lo había
protagonizado nada menos que el que ya era conocido como “enemigo público
número uno”: el anarquista Felipe Sandoval Cabrerizo, alias “Doctor Muñiz” o
“Nojo”, de 46 años, hijo de una humilde lavandera del madrileño barrio de las
Injurias. Sandoval, al que la prensa calificaba de “personaje de película”, se había
ido forjando una terrible leyenda de forajido y revolucionario sin escrúpulos
que, lejos de aplacarse con la llegada del régimen republicano, se había
recrudecido.
Sandoval y su banda habían dado en meses anteriores
otros dos golpes espectaculares: el atraco en el domicilio de un abastecedor
municipal, Agapito Velasco, en la calle de Santa Clara, con un botín de 35.000
pesetas, y el robo en la sucursal del Banco de Vizcaya en la calle de
Fuencarral, esquina con la glorieta de Bilbao, de la que se llevaron más de
40.000 pesetas. Su propósito era conseguir fondos para la compra de armas con
fines insurreccionales y para ayudar a las familias de los anarquistas presos,
según el investigador Carlos García-Alix, autor de un libro (T Ediciones) y un documental
(No Hay Penas) brillantes e imprescindibles sobre la figura de Sandoval,
titulados “El honor de las injurias”.
Las investigaciones policiales en torno al asalto de
los condes de Riudoms van conduciendo a la identificación y posterior detención
de los miembros de la banda, incluido el albañil Cipriano Mera. El último en
caer es el propio Sandoval, capturado el 8 de diciembre en la estación de
Atocha. La mayor parte de los detenidos son conducidos a la cárcel de Colmenar
Viejo, donde el juez Alejandro Royo está instruyendo el caso del asalto de El
Molar.
La cárcel de Colmenar Viejo, un viejo caserón de dos
plantas en el corazón de la villa, se demuestra muy pronto un lugar poco seguro
para los avezados anarquistas. El 8 de abril de 1933, a las siete de la mañana,
Sandoval y cuatro de sus secuaces golpean al oficial de prisiones que les abre
la celda para empezar la jornada. Atacan y golpean también al director de la
cárcel, Félix Capetillo Vega, que ha acudido a la puerta de entrada del
presidio ante una llamada exterior que resulta ser de dos cómplices que traen
una camioneta de mudanzas para la fuga y pistolas para armar a los fugitivos.
El hijo del director se enfrenta a los detenidos y recibe un disparo en el
pecho, aunque no de gravedad. Sandoval y sus hombres logran huir finalmente de
Colmenar Viejo en la camioneta.
La noticia de la fuga de Sandoval y su banda corre como la pólvora por todo Madrid. Los diarios de la capital le dedican planas enteras. Pero a las pocas horas el juez Royo ya tiene una pista. Un vecino de Colmenar Viejo, Salvador Alafont Soriano, de 32 años, capitán de ingenieros mutilado en 1921 en la guerra de África, durante un combate en Melilla, va a su despacho a informarle de que dos pastores le han venido a contar que en el paraje de Valdeloshielos les ha salido al encuentro un tipo de aspecto enfermizo que les ha pedido comida y les ha dicho que se ha escapado de la cárcel y que “antes de que me cojan me pego un tiro y en paz”.
El juez Royo llama al juzgado a los dos pastores, a
los que muestra fotografías de los fugitivos. En una de ellas reconocen sin
dudarlo a Felipe Sandoval. El juez encarga a la Guardia Civil que realice una
batida. Nueve parejas de la Benemérita rastrean aquel paraje hasta adentrarse
en El Pardo, donde finalmente, al verse sin escapatoria, sale Sandoval de
detrás de unos matorrales para entregarse. Su fuga ha durado veinticuatro
horas.
Sandoval es conducido ante el juez Royo, a quien pide
tres huevos y un vaso de leche por encontrarse desfallecido de hambre. El juez
accede a satisfacer la petición del detenido y después le somete a un largo
interrogatorio. Sandoval explicará que sus cómplices le hicieron bajar de la
camioneta ante la posibilidad de que se convirtiera en una carga, por estar
débil y enfermo, en caso de que tuvieran que escapar a pie.
El “Doctor Muñiz” y sus secuaces serán definitivamente
trasladados a la cárcel Modelo de Madrid, donde les sorprende en julio de 1936
el golpe militar y el inicio de la Guerra Civil. El propio Sandoval reconocerá
que es liberado de la prisión quince días después de la sublevación. Su primer
destino es el cuartel de milicias que la CNT ha habilitado en el Cinema Europa
de la calle Bravo Murillo, donde a primeros de agosto, según recoge Carlos
García-Alix en “El honor de las injurias”, forma su propio grupo dedicado a la
represión en retaguardia de los supuestamente desafectos, utilizando un
Rolls-Royce de color negro al que llaman “El Rayo”.
Sandoval se erigirá en las semanas siguientes en uno
de los más crueles “verdugos de la revolución”, en palabras de García-Alix,
sobre todo con su implicación directa el 22 de agosto en el asalto, incendio y
matanza de presos de la cárcel Modelo, en la que interviene su grupo de la
checa del Cinema Europa. Más tarde se sumará a las labores de represión de la
checa de Fomento y después en la de Servicios Especiales, ambas dependientes de
instancias gubernativas.
Poco antes del final de la guerra, el pistolero
anarquista, ya gravemente enfermo de tuberculosis, huye de Madrid a Valencia para salir de España, sabedor de que su
rastro de muertes y robos le convertirán en uno de los dirigentes más buscados
por los vencedores. Al terminar la contienda, cuando se encuentra detenido en
el campo de Albatera (Alicante), Sandoval es identificado e incorporado a la
“Expedición de los 101”, formada por gobernadores, alcaldes, comisarios,
policías o periodistas republicanos que los vencedores tenían entre sus
prioridades de captura. Son enviados a Madrid y recluidos en una comisaría de la
División de Investigación Política, en la calle Almagro, 36.
Eduardo de Guzmán, en “Nosotros, los asesinos” (G. del
Toro editor), ha dejado un crudo testimonio de las palizas que recibía
Sandoval en los interrogatorios, que le hacían vomitar sangre. La extrema
crueldad de los torturadores, así como la creciente inquina de sus
compañeros de presidio contra él por su papel de delator, le llevaron el 6 de
julio de 1939 a quitarse la vida arrojándose por una de las ventanas del
edificio, convertido finalmente, como dice García-Alix, “en juez y verdugo de
sí mismo”.
Pero volvamos al estallido de la guerra, que había
sorprendido al juez Alejandro Royo al frente de su juzgado de primera instancia
en Colmenar Viejo. En 1934 había contraído matrimonio con Emilia Moreno
Caracciolo y habían tenido un hijo, Antonio, que estaba a punto de cumplir los
dos años. La figura del juez Royo era sin duda respetada por todo el pueblo y
si bien no pudo evitar que algunas personas sospechosas de desafección fueran
encarceladas por el comité frentepopulista, su sola presencia garantizó durante
las primeras semanas la vigencia de la legalidad republicana de la que era
representante.
La prueba más evidente de ello fue el suceso que le llevó a presentarse ante las puertas de la cárcel, muy próxima al juzgado, al saber del propósito del comité de asaltarla para asesinar a los que allí estaban detenidos, según el testimonio que después de la guerra realizó un primo de su mujer, el abogado Ignacio Uriarte Bofarull, ante los instructores de la Causa General. El juez Royo se enfrentó a la turba, como su colega Billy Priest en la película de John Ford, y amenazó con detener a quienes se atrevieran a asaltar la cárcel y abrir sumario contra ellos, actitud valiente y decidida que desbarató los planes de los asaltantes.
Lo que no pudo evitar fue el asesinato de un viejo conocido que tres años antes le había dado la pista que permitió la captura de Felipe Sandoval: el capitán de inválidos Salvador Alafont Soriano, cuyo cadáver apareció el 9 de agosto en el monte de El Pardo, el mismo escenario donde la Guardia Civil hizo preso entonces al pistolero anarquista. Nunca se supo la identidad de sus asesinos ni su propósito a la hora de asesinar a un hombre físicamente discapacitado por las heridas recibidas en combate en la guerra de África.
Según el mismo testimonio de Iriarte Bofarull, enterado el comité del pueblo el día 11 de agosto de que el juez tenía que bajar en coche de línea a Madrid, reclutaron a unos pistoleros para que le dieran alcance con un automóvil. Al llegar el coche de línea al Hotel del Negro, en la actual Plaza de Castilla, lo detuvieron, subieron a prender al juez, lo bajaron del vehículo y en la misma cuneta le dispararon a quemarropa, en una acción de nítido corte gangsteril. Al parecer, Alejandro Royo fue trasladado con un hilo de vida a la casa de socorro en la sede del Ayuntamiento de Chamartín de la Rosa, hoy Junta Municipal de Tetuán, en la calle Bravo Murillo, donde falleció al poco de ingresar.
Un testigo directo del crimen, el también abogado
Manuel de Castro Rodríguez, que viajó en el mismo coche de línea, dijo que intentó
convencer al juez Royo de que no bajara a Madrid porque su vida corría peligro,
aunque no mencionaba que fuera por el episodio de la cárcel. El juez le dijo,
de hecho, que iba a Madrid a pedir protección al presidente de la Audiencia al
haber sido desarmado la noche anterior.
Este testigo afirmó también que vio al juez en
compañía del que calificó como el más destacado dirigente revolucionario de
Colmenar Viejo, el también abogado Pablo Torres Salcedo, que le garantizó que
con él a su lado no tenía nada que temer, lo que probaría el predicamento que
tenía el juez entre los nuevos amos del pueblo. En el trayecto a Madrid, el
coche de línea fue adelantado por un coche conducido por un vecino de Colmenar
Viejo, Eugenio García Colmenarejo, a quien acompañaba otro hombre que no
conocían.
Este testimonio sitúa en el pueblo de Fuencarral la detención del coche de línea por cerca de una treintena de pistoleros, que obligaron a todos los viajeros a bajar del mismo. Después de identificar al juez Royo se lo llevaron preso y, según oyó decir después el testigo, lo fusilaron, muriendo en la casa de socorro de Chamartín de la Rosa. El interés de este testimonio radica en el hecho de señalar que, al sentirse el juez amenazado logró contar con la protección de un destacado líder izquierdista del pueblo, aunque nada pudo hacer éste por salvar la vida al juez. Alguien había puesto el punto de mira en el juez y la buena voluntad de sus propios vecinos izquierdistas no había servido para protegerle.
El capitán mutilado Salvador Alafont fue la primera víctima de la guerra en Colmenar Viejo, según la Causa General. El juez Alejandro Royo fue la segunda, solo dos días después. Ambos tenían 36 años. Los informes de la Causa General no identifican a sus asesinos. Solamente se señala a un tal Eusebio de la Vara como el conductor del autómovil que detuvo al coche de línea en que viajaba el juez Royo. ¿Acaso abandonó el pueblo el juez para pedir protección al presidente de la Audiencia al saber su vida amenazada por los mismos que habían asesinado al capitán Alafont? ¿Intentó además pasar desapercibido en el coche de línea al saberse vigilado una vez conocida la trágica suerte de aquel joven héroe de la guerra de África?
Después de la muerte del juez Royo, que “podría poner
freno a las milicias”, como señalaba el testimonio de Ignacio Uriarte, empezaron a partir del 13 de agosto en Colmenar Viejo los asesinatos de las personas consideradas desafectas al bando gubernamental. En la Causa
General figuran una veintena de víctimas, entre ellas un capitán retirado, un sacerdote, un
sacristán y varios representantes de la CEDA, pero también obreros, panaderos, albañiles, taberneros o estudiantes. También cayeron un hermano del capitán
Salvador Alafont, José María, mecánico de la UGT, y el hijo de éste, del mismo
nombre, estudiante de 19 años.
Todas estas circunstancias hacen difícil no asociar los asesinatos del juez Royo y del capitán mutilado
Alafont con la posible ansia de venganza de Felipe Sandoval contra quienes podría
considerar responsables de haberle hecho pasar los últimos tres años en la
cárcel, después de estar en la cima de su carrera gansteril y revolucionaria. Venganza es el móvil que mejor identifica la trayectoria de matonismo de Sandoval, de acuerdo con Carlos Garcia-Alix, y pudo ser también el motivo que le llevó a actuar contra determinadas personas durante su poder criminal en el Madrid revolucionario. Así lo afirma Paul Preston al recordar en su obra "El holocausto español" que Sandoval había asesinado el 14 y el 17 de septiembre a tres funcionarios de prisiones en venganza por su experiencia en la cárcel.
El propio Sandoval, en su declaración firmada en 1939 ante sus torturadores, reconoció haber asesinado a una de las personas que se había cruzado con él en su vida de delincuencia, fugas y cárcel: el médico de la madrileña cárcel Modelo, Gabriel Rebollo Dicenta, de 26 años, a quien había conocido en la enfermería de la prisión y del que no había recibido a su juicio un buen trato. El 7 de noviembre de 1936, cuando el joven médico salía precisamente de la Modelo después de hacer su visita facultativa a los presos derechistas, junto a un funcionario de la embajada de Noruega, el señor Werner, Sandoval y sus hombres se cruzaron en la calle María de Molina en el camino del coche con bandera noruega donde iba el doctor Rebollo, en una actuación muy similar a la del crimen del juez Royo. Allí mismo asesinaron al médico de la Modelo con el pretexto de que era un “quintacolumnista” a quien había que eliminar.
Si se piensa bien, el mismo asalto e incendio de la cárcel Modelo capitaneado por Sandoval y su segundo en la checa del Cinema Europa, Santiago Aliques, con la matanza de presos derechistas que le siguió, se revela un ajuste de cuentas por su paso por el presidio madrileño. ¿Pudo Sandoval saldar sus cuentas con los artífices de su detención en 1933 en Colmenar Viejo? Algunos indicios históricos apuntan en esa dirección, aunque será necesario indagar a la búsqueda de nuevos datos y testimonios sobre los aún misteriosos asesinatos del juez Royo y el capitán mutilado Alafont para confirmarlo, si llega el caso, de manera indubitable.
A la memoria de aquellos dos desconocidos y olvidados servidores
públicos, Alejandro Royo Fernández Cavada y Salvador Alafont Soriano, que dedicaron
su vida a que el sol brillara siempre en Colmenar Viejo, por el bien de su
comunidad, desde el acatamiento de las leyes y el respeto a la dignidad humana,
queden como tributo estas palabras, arrumbadas en este trastero de historias
que parecen inservibles junta a la desafinada corneta del viejo juez Billy Priest,
a la espera de que ésta vuelva a sonar para todos el día del juicio final.