VACACIONES EN ROMA (VERANO DE 1995)

Ali Agca quiso dejarme, sin que yo se lo pidiera, este recuerdo de mi entrevista con él para ABC en la cárcel de Ancona. Su firma autógrafa aparece a la derecha de la portada de esta revista al lado del corazón del Papa San Juan Pablo II, a quién intentó asesinar en la Plaza de San Pedro el 13 de mayo de 1981.

    Fue hace ahora veinticinco años cuando aterricé en Roma como corresponsal de ABC, gracias a los buenos oficios de Catalina Luca de Tena después de que el gran Miguel Castellví decidiera dar por terminada su brillante etapa. Llegué a la Ciudad Eterna aquel verano en busca de una casa para mi mujer, Rosa Valdelomar, y mis dos primeras hijas y me alojé hasta encontrarla en una residencia regentaba por unas monjas españolas frente a los Museos Vaticanos. Allí empecé con mal pie mi función de representante de ABC ante la Santa Sede cuando, en una tarde infernal del "ferragosto" romano y deseando saber dónde podría darme un refrescante chapuzón, me presenté en la sala donde las religiosas, con las persianas bajadas para evitar el intenso calor, estaban viendo la televisión, para preguntarles:
    -¿Y ustedes, hermanas, a qué piscina van?
    Las monjas me miraron estupefactas y me respondieron naturalmente que ellas nunca iban, habían ido ni pensaban ir a la piscina. Seguramente desde entonces sospecharon que yo era un intruso que había usurpado la identidad del verdadero periodista de ABC. 
    Aunque más estupefacto se quedó poco después un simpático sacerdote de la sala de prensa del Vaticano cuando al preguntarme a bocajarro si yo era laico, le contesté sin pensarlo, aterido de nervios como si estuviera ante un inquisidor que dudara de mi fe:
    -¿Laico? No, yo soy católico.
    Acabé encontrando una pequeña y bonita casa en Via Garibaldi, en el Trastévere, enfrente de la casa en la que habían vivido parte de su exilio Rafael Alberti y María Teresa León, y donde residía entonces una joven musa del poeta, Beatriz Amposta. La incansable Blanca Berasátegui, entonces directora de ABC Cultural, vino a Roma para intentar que Beatriz le diera unos poemas eróticos inéditos del autor de "La arboleda perdida". 
    El lugar de los encuentros entre Blanca y Beatriz fue nuestra casa, y entre cenas y comidas asistimos a un portentoso juego de estrategia entre la mayúscula habilidad de Beatriz para distraer por mil y un vericuetos la sagacidad de Blanca para rastrear la pista de los poemas desconocidos. La resistencia de Beatriz a soltar prenda nos llevó a mi mujer y a mí a sospechar finalmente que aquellos versos de Alberti habían acabado siendo devorados por las decenas de gatos que su antigua musa cuidaba en su casa. Al final los poemas aparecieron por otro lado y se publicaron en ABC Cultural para satisfacción del director Luis María Anson.
    En Trastévere éramos vecinos también de Giorgio Bassani, el autor de "La novela de Ferrara", que vivía en un edificio tan elegante como su literatura frente al Tíber. Le intenté entrevistar sin éxito, pues andaba ya perdido en las arboledas de su memoria, entre los muros eternos del jardín de los Finzi-Contini. En otro jardín al lado de casa, el Botánico, donde llevábamos a nuestras hijas a pasear, nos encontramos un día fortuitamente con Bernardo Bertolucci, refugiado de su propia fama en aquel vergel bajo el Gianicolo. Casa en el barrio tenía también Marcello Mastroianni, que vino a morir en París el mismo año que llegamos a Roma, lo que para mí dejó un sempiterno poso amargo en la ciudad de la "dolce vita".
    Después de nuestro paso por Italia mantuvimos contacto esporádico, siempre para cuestiones del oficio, con Andrea Camilleri o Antonio Tabucchi. Más especial fue nuestra relación con Gesualdo Bufalino, a quien mi mujer y yo habíamos conocido en nuestro viaje de novios a Sicilia, en su Comiso natal. Había sido un escritor secreto que acumulaba fabulosas novelas en el cajón, y a quien con más de 60 años descubrió Leonardo Sciascia para el público. 

Gesualdo Bufalino (izquierda), profesor en Comiso (Sicilia), escritor secreto, con su descubridor Leonardo Sciascia

    Autor de "Las mentiras de la noche" o "Perorata del apestado", Bufalino nos contó una divertida anécdota de su paso por la "mili" en la Segunda Guerra Mundial, donde acabó prisionero de los alemanes: un día, durante la instrucción, un sargento les hizo desmontar y volver a montar sus subfusiles Beretta. Bufalino hizo lo primero sin más complicación, pero después se las vio y deseó para devolver el arma a su estado original. Al ver que todos sus compañeros eran capaces de montar de nuevo el subfusil, se le ocurrió vendarse los ojos con un pañuelo que llevaba en la guerrera. Cuando el sargento pasó a su lado, le preguntó por qué se había tapado los ojos, a lo que Bufalino respondió:
    -Mi sargento, quiero demostrarme a mí mismo que, si soy herido en el combate y pierdo la vista, puedo ser capaz de montar el arma a pesar de todo.
    El sargento, admirado por el reto que Bufalino se había propuesto a sí mismo, aunque fuera en realidad para ocultar su incapacidad de recomponer aquel puzzle bélico a simple vista, le ordenó ponerse en pie para presentarlo ante todos sus camaradas como ejemplo de "bravezza" ante el fuego enemigo. 
    Jamás imaginé que escribiría en Roma la necrológica de don Gesualdo, fallecido en un accidente de tráfico el 14 de junio de 1996 en la misma carretera que mi mujer y yo recorrimos con él una tarde de julio, cuatro años atrás, para visitar a unos amigos suyos. (https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-19960615-79.html)
    Anécdotas acumulamos muchas en nuestros tres años de estancia en Roma, pero la que se nos hace inolvidable, también por el inmenso afecto que nos vinculó a este joven matrimonio iberoamericano,  la protagonizó mi mujer con la esposa de otro corresponsal cuando ambas decidieron tomarse un día de respiro en Florencia sin sus maridos. Fue en la visita a la Galería de la Academia, a los pies del inmenso "David" de Miguel Ángel. Mi mujer le explicaba a nuestra amiga la historia del joven israelita, que derribó de una pedrada lanzada por una honda al gigante filisteo Goliath, cuando nuestra amiga la empezó a tirar del brazo impaciente, para hacerle salir de la sala:
    -¡Vamos, vamos...! 
    -¿Por qué tienes tanta prisa? ¿A dónde quieres ir? -le preguntó extrañada mi mujer.
    -A ver a Goliath... -respondió la amiga, ansiosa por descubrir la inconmensurable masa de mármol esculpida por Miguel Ángel que se le figuraba en la imaginación para representar al filisteo.
   Gigante fue, sin ningún género de dudas, el Papa cuya incansable actividad seguí en la corresponsalía. La figura de San Juan Pablo II es inabarcable en este espacio, pero si algo me conmovió siempre fue su aceptación del dolor y su capacidad de sobreponerse al sufrimiento para mantener su intenso pontificado. Mis años en Roma coincidieron con su lenta e imparable derrota física, que no espiritual, hasta el punto de que su salud llegó a convertirse en una auténtica obsesión para los periodistas destacados en Roma. En sus últimos años afloraron en su salud las secuelas del atentado de Ali Agca, a quien entrevisté en la cárcel de Ancona muchos años después del frustrado magnicidio. (https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-19960617-63.html)
    Creo que fue el sabio Alejandro Pistolesi, decano de los periodistas españoles en Roma, quien nos contó de un periodista norteamericano que fue despedido de su diario por no enterarse de la muerte de Pablo VI en pleno agosto, pues le sorprendió disfrutando de un día de playa en la vecina Ostia. En mi etapa en Roma no había internet y los teléfonos móviles eran un artículo de lujo que ningún corresponsal utilizaba, lo que nos obligaba, cuando viajábamos, a estar pendientes en todo momento de la radio o del teletexto de la televisión. 
    Prueba de la constante preocupación que los corresponsales teníamos por el estado del Papa es el sueño que tuve una noche en Roma y que comenzaba con el teléfono de casa sonando a las seis de la mañana. Extrañado por la hora me levanté a cogerlo y me contestó al otro lado de la línea el padre Santiago Martín, entonces jefe de la sección de Religión de ABC, quien sin más preámbulos empezó a preguntarme con lógico enfado por qué no me había enterado de que el Papa estaba ingresado en el Policlínico Gemelli con una grave neumonía. 
    En mi sueño le respondí a Santiago que era imposible, que de estar el Papa hospitalizado me habría enterado. Santiago me confirmó que Wojtyla había ingresado en el Gemelli después de una misa celebrada en la Plaza de San Pedro. Le interrumpí para decirle que había asistido a esa misa hasta el final y que no había ocurrido ningún incidente. Sin embargo, sin que yo me percatara de ello, antes de que terminara la misa  había descargado súbitamente una fuerte tormenta que había calado hasta los huesos al Papa y de ahí su neumonía. 
    Anonadado, le pregunté en mi sueño a Santiago qué periódico había dado en España la noticia. Me respondió que "El País", y que además la llevaba como exclusiva en portada, con un titular a cinco columnas. Mi angustia ya se había desbordado completamente. El diario de Prisa, nuestro gran competidor, me había pisado una noticia de alcance mundial que yo ni había olido. Derrumbado ante la evidencia de que aquel pisotón periodístico me iba a costar el puesto como a aquel periodista norteamericano con la muerte de Pablo VI, tuve aún aliento para preguntar cómo había titulado "El País" la noticia, a lo que Santiago dijo cortante:
    -¿Que cómo han titulado la noticia? "EL PAPA, EMPAPADO"...
    Me despertaron bruscamente del sueño mis propias carcajadas ante el maravilloso y desternillante requiebro con el que mi propio cerebro se había burlado de mi obsesión por la salud del buen Papa.
    En Roma compartí mi labor periodística, aprendiendo de ellos las mejores lecciones del oficio, con Joaquín Navarro Valls, que fuera jefe de prensa del Vaticano, al que tengo por uno de los mejores profesionales de la comunicación que he conocido nunca, y con corresponsales españoles como Peru Egurbide, Antonio Pelayo, Alfredo Urdaci, Lola Galán, Karmentxu Marín, Alejandro Alcalde, Ángel Gómez Fuentes, Albert Escala, Roberto Montoya, Nemesio Fernández Cuesta, Carlos Gosch... 

La inolvidable Paloma Gómez Borrero, un libro y un corazón abiertos para todos los que llegábamos de pardillos a la Ciudad Eterna como corresponsales

    Pero, sin duda, la referencia para quienes llegábamos de pardillos a la Ciudad Eterna era Paloma Gómez Borrero, la primera mujer corresponsal de TVE. Recuerdo una celebración de la fiesta de la Inmaculada en la Piazza de Spagna, en la que el entonces alcalde de Roma, Francesco Rutelli, estaba presentando protocolariamente a distintas personalidades, entre las que se encontraba Paloma, a San Juan Pablo II. En el momento en que ambos llegaron ante la periodista española, cambiaron las tornas porque fue el Papa quien, con una gran sonrisa, presentó a su amiga Paloma al alcalde. Quedará para siempre entre mis recuerdos el momento en que, durante el viaje del Papa Wojtyla a Beirut, Paloma me pidió que le diera mi aprobación a su crónica para COPE antes de radiarla, inmenso detalle de una gigante del oficio para que un aprendiz como yo, que cubría solo por segunda vez un viaje papal, pudiera darse importancia.

La detención de Giovanni Brusca, el Josu Ternera de Cosa Nostra, asesino del juez Giovanni Falcone, su esposa y tres escoltas, fue una de las grandes noticias de las que me cupo la satisfacción de informar (Foto: Cris Quinn)
 
    Mi trabajo se centraba en la actividad de la Santa Sede, así como en la procelosa vida política italiana. Aquí debo subrayar la infinita paciencia del riguroso jefe de Internacional, Ramón Pérez-Maura, a quien en apenas tres años avisé al menos de un centenar de crisis de gobierno finalmente no consumadas. Otro campo importante de mi labor era la información sobre la mafia, espoleado por aquel gran jefe de Sucesos que fue Ricardo Domínguez, y por su segundo, Pablo Muñoz. Tuve la satisfacción de informar en 1996 de la detención de Giovanni Brusca, el Josu Ternera de Cosa Nostra, quien había accionado cuatro años antes la bomba que asesinó al juez Giovanni Falcone, a su esposa y a tres de sus escoltas en una autopista de Palermo.     
    La vida azarosa del corresponsal, zarandeado por los mil y un acontecimientos de la actualidad, ha dejado en mi una profunda huella, pero nada como aquel mes de mayo de 1998. Había pasado la Semana Santa en Roma, informando de las ceremonias presididas por el Papa, así que mi mujer y yo decidimos tomarnos unos días de descanso aquel mes para visitar Cerdeña. Dos días antes de salir de viaje ocurrió un suceso impactante: un cabo de la Guardia Suiza, Cedric Tornay, de 23 años, asesinó a tiros su comandante, Alois Sterman, y a su mujer, Gladys Meza, en la casa en que éstos vivían en el propio Vaticano, y después se suicidó. 

El joven Cedric Tornay, cabo de la Guardia Suiza, que se suicidó después de asesinar a tiros a su comandante, Alois Stermann, y a la mujer de éste, en el propio Vaticano.

    Aquello empezó a trastocar nuestros planes, pero aún quedaba una noticia más terrible: en la víspera de nuestro viaje, y a consecuencia de las fuertes lluvias, las laderas de unas montañas convertidas en un mar de lodo sepultaron varios pueblos al sur de Nápoles, con centenares de muertos y desaparecidos. Suspendimos definitivamente nuestro viaje y me desplacé al día siguiente a uno de aquellos pueblos, Sarno, donde viví en directo las operaciones de búsqueda y rescate de supervivientes. Aún recuerdo estremecido mi caminar por las calles de Sarno, sobre aquella inmensa colada de "lava fría" al mismo ras que las azoteas de algunas de las casas del pueblo. Pero aún quedaba otra noticia de impacto para completar aquella semana, de la que supimos en Sarno: la detención del asesino en serie que venía atemorizando desde hacía un año la región de Liguria, Donato Bilancia, condenado después a 14 cadenas perpetuas por el asesinato de 17 personas. Aquella fue una mala semana para dejar de fumar y para irse de vacaciones.
     
La colada de fango que anegó el pueblo de Sarno en mayo de 1998 a consecuencia 
de las lluvias torrenciales

    Aunque mi labor fue intensa, lo cierto es que vivir en Roma fue como unas esforzadas vacaciones, pero vacaciones al fin y al cabo, donde nos impregnamos de esa esencial habilidad de los romanos por degustar el paso del tiempo como si no pasara nunca. Fueron tres años maravillosos, en los que mi mujer y yo vimos crecer a nuestras tres pequeñas hijas, asombrados por su natural adaptación a las ruinas milenarias que circundaban sus juegos y sus fantasías infantiles en el Foro, Coliseo, Circo Máximo o Termas de Caracalla. Al traer a la memoria veinticinco años después estos pasajes de nuestra vida, uno no puede sino descubrir que la eternidad es una tarde de paseo familiar en Roma grabada en el frágil mármol del recuerdo.    
 
               

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