SIRO ROSI, EL ITALIANO QUE DESERTÓ EN ESPAÑA Y CAPTURÓ A MUSSOLINI

 

Siro Rosi (1915-1987), desertor del Corpo Truppe Volontarie (CTV) enviado a España por Mussolini en apoyo de Franco, terminó capturando en 1945 al Duce cuando huía con una columna alemana a Suiza. (Fotografía del archivo de la familia Rosi, publicada en la web http://www.toscananovecento.it/) 

    Entre los desertores de las fuerzas italianas enviadas a España por el dictador Benito Mussolini, el nombre de Siro Rosi es solo comparable en singularidad al del piloto Giovanni Spilzi, que se pasó a las filas republicanas el 21 de julio de 1938 a los mandos de su caza Fiat CR-32, como he contado en “Eso no estaba en mi libro de la Guerra Civil” (Almuzara). A ambos les dediqué sendos capítulos en mi libro "Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar" (Debate), y a fe mía que sus historias lo merecían.  

    Siro Rosi, soldado de la 2.ª Compañía del Batallón de Asalto "Flechas Azules", una de las dos unidades mixtas ítalo-españolas creadas en marzo de 1937, había nacido en Sticciano, en la provincia toscana de Grosseto, el 14 de febrero de 1915. Su padre, Galileo Rosi, era un ferroviario socialista que le inculcó su aversión al régimen de Mussolini, aunque el joven Siro pronto se inclinaría por las ideas comunistas.

El bello pueblo medieval de Sticciano, en la provincia de Grosseto (Toscana), donde nació Siro Rosi, hijo de un ferroviario. (Foto: https://www.stamptoscana.it/)

    Siro Rosi, que era estudiante, se encontraba cumpliendo a principios de 1937 el servicio militar en Cagliari, en la isla de Cerdeña. Un día ordenaron a su compañía que formara en el patio del cuartel. Allí se les anunció que se estaban buscando voluntarios para una unidad con «destino desconocido», aunque todos comprendieron que se trataba de España. Siro Rosi fue el primero en dar un paso al frente. Años después recordaría que en aquella elección sólo le movió un deseo: «Ir a España y pasarme a los republicanos». Con aquella decisión, Siro Rosi comenzó a sus veintidós años una peripecia cuyo desenlace no habría podido imaginar nunca.

Siro Rosi, en el centro de la imagen apoyado en un salvavidas, durante su servicio militar en Cerdeña. (Fotografía del archivo de la familia Rosi, publicada en la web http://www.toscananovecento.it/) 

    Unos días después fue embarcado en Nápoles con destino a Cádiz. A finales de febrero, su unidad se trasladó a Dos Hermanas (Sevilla), donde recibieron entrenamiento. El 19 de marzo fueron llevados a Zafra (Badajoz), donde Siro Rosi conoció a Edmondo Della Santa, de veintisiete años, un joven taciturno, mecánico de profesión y natural de la provincia adriática de Pesaro. Della Santa había realizado su servicio militar en la aviación y se encontraba en paro. Aunque hizo una solicitud para ir a trabajar en África, acabó en la guerra de España. «Con mucha cautela, conseguimos descubrir que nuestras ideas convergían. Unos días después decidimos desertar», relataría Rosi en un testimonio recogido por la revista “La Risveglia” en su número correspondiente al primer semestre de 2000.

Soldados italianos en España. De los más de tres mil  muertos que tuvo el CTV en nuestra guerra, dos terceras partes procedían de las regiones de la Italia septentrional, las más pobres, cuando estas sumaban solo un tercio de la población del país, lo que prueba el atractivo que el enganche de tres mil liras y la soldada de cuarenta liras diarias ejerció sobre muchos de los voluntarios.  "Voluntarios -escribió Leonardo Sciascia- que sólo lo eran formalmente, obligados, en realidad, a aceptar el trabajo de la guerra, ya que para ellos no había trabajo ni en las minas ni en los campos".

    El 17 de abril, la compañía de Rosi y Della Santa fue destacada a las posiciones del cortijo “La Laguna”, a ocho kilómetros de la localidad pacense de Azuaga, en la carretera que va al pueblo de Campillo:

    Había llegado por fin el gran momento -recordaría Rosi-. Con Della Santa, tras tomar algunas medidas de precaución, la noche del 18 de abril de 1937, hacia las ocho, después de haber hecho acopio de munición y armas, iniciamos nuestra peligrosa aventura, dejando con gran dolor a un solo amigo: Nápoles, un perro callejero embarcado clandestinamente en la capital partenopea. Hacia las tres de la tarde, llegamos a una llanura sin vegetación. A lo lejos, a un par de kilómetros, vimos una pequeña colina, cuyas laderas estaban cubiertas de tierra fresca, quizá trincheras. Pero si eran trincheras, ¿por quién estaban ocupadas? Con la cautela que reclamaba la situación nos protegimos detrás de un murete. La primera señal de vida fue un perro que al oírnos se puso a ladrar. Ya estábamos a unos centenares de metros cuando de la colina emergieron una decena de personas; entre ellas vimos que había algunas mujeres; estaban armadas, no llevaban uniforme. Agitaron las armas y las manos. Yo saqué de mi zurrón un pañuelo y comencé a agitarlo a mi vez. Los hombres armados de la colina nos salieron al encuentro y descubrimos que eran milicianos del lugar. También nosotros aceleramos el paso gritando con nuestro mal español que éramos italianos. El encuentro fue conmovedor. Les dijimos que habíamos desertado para combatir en las filas republicanas. Sin quitarnos las armas y con grandes palmadas en la espalda, como es costumbre saludarse entre amigos españoles, nos abrazamos.

    El expediente del CTV sobre la deserción de Rosi y Della Santa, que se conserva en el Archivio Centrale dello Stato en Roma como “Sentenza 623”, confirma que en la noche del 18 de abril su unidad se encontraba acampada en la carretera de Azuaga a Campillo. El informe añade que, acabado su turno de guardia en las trincheras, ambos legionarios «fueron vistos entrar tranquilamente bajo su tienda, donde dormían también otros soldados, y que después desaparecieron, sin que se diera ninguna alarma y sin que ninguno de los otros soldados se percatara de nada, lo que demuestra que se alejaron voluntariamente y con tantas precauciones que no provocaron ni el más leve rumor”. Para el mando, el hecho de que se llevaran las armas y la munición y dejaran el resto del equipo en la tienda, demostraba que habían terminado «pasándose vilmente al enemigo».

La localidad de Azuaga (Badajoz), en cuyas proximidades desertaron a las filas republicanas Siro Rosi y su compañero Edmondo Della Santa (Foto: Diario "Hoy")

    Después de presentarse a las fuerzas republicanas, Rosi y Della Santa fueron trasladados a Valencia, donde se les alojó en un cuartel. Allí reiteraron a los mandos que los interrogaban su deseo de enrolarse en el Ejército Popular.

    “Nuestra euforia —rememoraba Rosi— se apagó bruscamente a la semana de estar en Valencia, cuando un oficial del Estado Mayor nos condujo con mucha amabilidad a la cárcel de San Miguel, diciéndonos que un amigo italiano vendría a hablar con nosotros. En la cárcel estaban reunidos los prisioneros de Guadalajara y detenidos políticos españoles. Fue una ducha fría que no conseguíamos explicarnos. Della Santa había enmudecido completamente. Nos alojaron en la enfermería. A los detenidos que nos preguntaban de dónde veníamos, les decíamos que éramos desertores, y no faltaron ni escarnios ni insultos. Pasamos dos días de infierno...”

El monasterio de San Miguel de los Reyes en Valencia, convertido en prisión republicana durante la Guerra Civil y después utilizada por los franquistas en la posguerra. (Foto: Universidad de Valencia)

    En la cárcel valenciana, Rosi y Della Santa fueron visitados por tres dirigentes del Partido Comunista Italiano, los cuales garantizaron la sinceridad de su adhesión a la causa republicana. Liberados de la cárcel, se les destinó primero a la escuela de oficiales de las Brigadas Internacionales, con sede en la localidad manchega de Pozorrubio, para ser después enrolados en el Batallón Ítaloespañol, el tercero de la XII Brigada Internacional, la "Garibaldi". Según el testimonio del propio Rosi, su amigo Della Santa murió el 15 de septiembre de 1937, destrozado por la metralla en el sector zaragozano de Fuentes de Ebro. Rosi fue herido en marzo del año siguiente, durante la ofensiva franquista en Aragón. Reincorporado para la batalla del Ebro, resultó herido allí otra vez.

    El 10 de diciembre de 1938, Rosi y Della Santa fueron condenados a muerte en rebeldía por el Tribunal Militar del Corpo Truppe Voluntarie (CTV) en Vitoria. Los jueces italianos, desconociendo que Della Santa había fallecido en combate hacía más de un año, le condenaron a una pena que ya había cumplido. En la fase de instrucción del proceso, uno de los italianos encarcelados en San Miguel de los Reyes, el sargento Luigi Caiola, declaró el 21 de marzo de 1938 que había conocido a Rosi y Della Santa en la prisión valenciana, en mayo o junio de 1937, y que le reconocieron que se habían pasado al enemigo, en cuyas filas realizaban «activísima propaganda antiitaliana y antifascista».

Otra imagen de Siro Rosi durante su servicio militar en Cerdeña. (Fotografía del archivo de la familia Rosi, publicada en la web http://www.toscananovecento.it/)

    Ignorante de su condena a muerte en Vitoria, Rosi se encontraba por aquellas mismas fechas en un campo de desmovilización de los voluntarios de las Brigadas Internacionales, en Torelló (Barcelona), adonde habían sido retirados desde el frente del Ebro en septiembre, después de que Negrín hubiera anunciado su repatriación ante la Sociedad de Naciones. En Torelló permaneció hasta la caída de Barcelona en enero.


Fragmento de la sentencia a muerte dictada en rebeldía contra Siro Rosi y Edmondo della Santa por un tribunal militar italiano en Vitoria por pasarse "vilmente al enemigo". La condena a la pena capital es de diciembre de 1938. Della Santa había fallecido en combate más de un año antes, en septiembre de 1937, en Fuentes de Ebro (Zaragoza) (Archivio Centrale dello Stato, Roma)

    A principios de febrero, Rosi cruzaba la frontera con Francia, como centenares de miles de españoles. Algunos de sus compatriotas de las Brigadas Internacionales no tuvieron la misma suerte. Apresados por los franquistas, no tardaron en ser entregados a las autoridades italianas. El 22 de febrero, el conde Ciano anota en su diario a propósito de estos prisioneros:

    “La situación en Cataluña es buena, Franco la mejora con una cuidada y severa limpieza. También han sido detenidos muchos italianos, anarquistas y comunistas: se lo digo al Duce, que me ordena que los haga fusilar a todos, y añade: «Los muertos no cuentan la historia”.

    En mayo de 1940, Rosi se encontraba recluido en el campo de concentración de Vernet, en la costa del Rosellón. Después de la ocupación alemana de Francia en junio de 1940, y en virtud de las condiciones del armisticio, las autoridades italianas pidieron la entrega de los brigadistas italianos ingresados en los campos franceses, entre ellos Siro Rosi, sobre el que pesaba una condena a muerte por su deserción en España. Con ayuda de sus compañeros, pudo fugarse de Vernet el 31 de  agosto de 1941 y establecer contacto con la Resistencia francesa, con la que combatió contra los nazis en las regiones de Toulouse y Lyon, con el sobrenombre de Juan Medinas y el grado de capitán. Detenido después de un acto de sabotaje, estuvo preso en la cárcel de Grenoble, pero pudo escapar y unirse de nuevo a los partisanos. En Toulouse conocerá a una joven italiana, Anna, que había salido exiliada de la Italia fascista con sus abuelos en 1924, siendo una niña. Más tarde se convirtió en su esposa.

La entrada al campo de concentración de Vernet, donde estuvo preso Rosi y del que se fugó en 1941 para unirse a la Resistencia francesa y después a la italiana. 

    Rosi, que perdió un ojo durante una refriega con tropas alemanas en Francia, pasó a comienzos de 1944 al norte de Italia, donde fue designado inspector regional en Lombardía de la brigada partisana "Garibaldi", con el grado de comandante y el sobrenombre de Lino. En la primavera de 1945, se encontraba en la zona del lago de Como. El 27 de abril, detiene en la localidad de Dongo, junto con varios partisanos de su unidad, a una columna alemana que se dirige a Suiza. Rosi y sus compañeros tardaron poco en descubrir que con esta columna viajaban Benito Mussolini y su amante Clara Petacci, junto con otros ministros y dirigentes de la República Social Italiana (RSI).

    La viuda de Siro Rosi, Anna, de la que tuve el privilegio de recoger su testimonio el 17 de julio de 2005, cuando contaba con ochenta y tres años, aseguraba que su marido era muy parco a la hora de recordar aquellos sucesos, a pesar de que había tenido en ellos un papel decisivo.

    «A mi marido -me decía Anna- no le gustaba hablar mucho de estas cosas, pero contaba que él mismo había descubierto a Mussolini cuando empezó a registrar con otros compañeros los vehículos del convoy. Mussolini estaba sentado al fondo de uno de los camiones alemanes, intentando pasar desapercibido. Llevaba encima alguna prenda de uniforme alemán, pero Siro lo reconoció y lo detuvieron”.

    Un día después, Mussolini y Petacci fueron fusilados por otros miembros de la Brigada "Garibaldi" frente a la tapia de una villa de Giulino di Mezzegra. Sus cadáveres fueron llevados a Milán, donde a la mañana siguiente fueron profanados y expuestos colgados por los pies de la marquesina de una gasolinera de Piazzale Loreto.                                                 



Arriba, una vista de la localidad de Dongo, a orillas del lago de Como, donde Siro Rosi relataba que reconoció a Mussolini cuando huía de Italia. Debajo, la tapia de la villa de Giulino di Mezzegra donde Mussolini y su amante, Clareta Petacci, fueron fusilados el 28 de abril de 1945 junto con otros jerarcas de la República de Saló.

    Acabada la guerra, Siro Rosi ocupó el cargo de secretario de la federación comunista de Grosseto, hasta que se exilió de nuevo, quizá temiendo la detención, ya que seguía en vigor la sentencia de muerte que se le había impuesto por su deserción en España. Por insólito que parezca, la condena fue ratificada en mayo de 1939 por el Tribunal Supremo Militar italiano y no le fue conmutada hasta el 2 de diciembre de 1948 por la pena de cinco años de prisión, que inmediatamente después le fue condonada.

    Rosi se trasladó a Francia, y después a Polonia y Checoslovaquia, donde vivió varios años. Cuando vuelve a Italia en los años cincuenta, el pasado le sigue persiguiendo para ajustar cuentas. Entre abril y julio de 1957, se celebra en Padua el juicio por el llamado “oro de Dongo”, el “tesoro” de la República de Saló, con el que Mussolini y los demás jerarcas fascistas iban a huir a Suiza en 1945. La instrucción del proceso, comenzada en 1946, habla de 66 kilos de oro, 1.150 libras esterlinas de oro, 147.000 francos suizos, 16 millones de francos franceses y 10.000 pesetas. A esto se suma el dinero y las joyas que portaban los ministros de Saló y sus mujeres en su fuga del país.

Los cadáveres de Benito Mussolini y Claretta Petacci, junto con los de otros dirigentes fascistas, son expuestos colgados por los pies de la marquesina de una gasolinera de Piazzale Loreto, en Milán.

    La acusación pretendía demostrar que el «oro de Dongo», en vez de ser ingresado en las arcas del Estado, había terminado en manos del Partido Comunista Italiano y en los bolsillos de algunos partisanos. Los imputados en el proceso fueron 37 partisanos que, directa o indirectamente, participaron en la captura y ejecución de Mussolini y otros jerarcas fascistas a orillas del lago de Como. La fiscalía incluyó en las acusaciones el homicidio posterior de dos de los miembros de la Resistencia que habían hecho inventario del “oro de Dongo”, a los que se habría eliminado para no dejar pruebas de su destino final.

    Entre los imputados figura Siro Rosi, que cuenta entonces con cuarenta y dos años y al que se responsabiliza de la desaparición de 16 millones de francos franceses y cerca de 60.000 dólares, en cuyo traslado a Milán participó en 1945. Asimismo, se le acusa de haberse quedado con el dinero y las joyas de la mujer de Ruggero Romano, ministro de Obras públicas de la Republica de Saló. Algunas voces señalan entonces a Rosi como un rico propietario, aunque las indagaciones realizadas por los carabineros, por orden del fiscal, demuestran que vive en la más absoluta pobreza.

    El juicio dio comienzo justamente un 29 de abril, cuando se cumplían doce años exactos de la exposición del cadáver del Duce en Milán, lo que la izquierda interpretó como una señal de que se trataba en realidad de un proceso dirigido contra el movimiento partisano y los comunistas. Decenas de periodistas nacionales y extranjeros asistieron al juicio, que ocupó todas las portadas de la prensa italiana.

    El proceso tuvo como testigos a los principales dirigentes de la Resistencia y del PCI, entre ellos Luigi Longo, vicesecretario del partido y antiguo comisario de las Brigadas Internacionales en España. Figuraron como contraparte la viuda de Mussolini y sus hijos, así como los herederos de Petacci y de otros líderes de Saló.

    El testimonio decisivo fue el del conde Pier Luigi Bellini Dele Stelle, alias Pedro, responsable de la captura del Duce y del inventario del «tesoro» que se realizó en las mismas fechas en el ayuntamiento de Dango. Pedro, que no pertenecía al Partido Comunista, declaró que se envió hasta la última moneda al cuartel general de las fuerzas partisanas en Milán. Allí fue empleado para el mantenimiento de las unidades de la Resistencia y para costear su posterior desmovilización, en la que cada combatiente recibió un premio de 5.000 liras. En agosto de 1957, el suicidio de uno de los magistrados interrumpió el proceso, que ya nunca más se reabrió.

    La acusación contra la Resistencia quedó en el aire para siempre, aunque algunas voces aseguran que, con parte del “oro de Dongo” se construyó la sede romana del PCI, en Via Botteghe Oscure. En aquella misma sede trabajó Siro Rosi como funcionario muchos años.

Siro Rosi pasea por la ciudad francesa de Toulouse en 1947 con su mujer, Anna, a la que ya viuda tuve el privilegio de entrevistar en 2005. Fotografía del archivo de la familia Rosi, publicada en la web http://www.toscananovecento.it/) 

    Hasta el 18 de diciembre de 1962 la Corte de Apelación de Roma no rehabilitó definitivamente a Siro Rosi por todos los cargos que se le habían seguido por su deserción en España. Su hija Liliana me dijo que su padre era amante de la buena mesa y gran fumador, y a la vez poco dado a hablar de sus experiencias en aquellos años turbulentos. «Mi padre -me recordaba Liliana- era muy esquivo y reservado a la hora de hablar de los acontecimientos del pasado. Había vivido cosas terribles y había visto morir a muchos amigos. No eran cosas agradables de recordar, aunque fueran historias muy singulares. Y quizá también era reservado porque, sin darse cuenta, absorbió la mentalidad de quien había pasado tantos años en la clandestinidad”.

    Desertor del CTV italiano y brigadista internacional en España, capitán de la Resistencia en Francia  y comandante partisano en Italia, Rosi volvió su amada Toscana natal una vez jubilado. Hasta su muerte en 1987, con setenta y dos años, supo encontrar en su afición a la pintura de los paisajes y marinas de su tierra el último refugio a todas las tempestades de la Historia a las que había apuntado de joven la proa de su vida.

 

 


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