SIRO ROSI, EL ITALIANO QUE DESERTÓ EN ESPAÑA Y CAPTURÓ A MUSSOLINI
Entre los desertores de las fuerzas italianas enviadas a España por el dictador Benito Mussolini, el nombre de Siro Rosi es solo comparable en singularidad al del piloto Giovanni Spilzi, que se pasó a las filas republicanas el 21 de julio de 1938 a los mandos de su caza Fiat CR-32, como he contado en “Eso no estaba en mi libro de la Guerra Civil” (Almuzara). A ambos les dediqué sendos capítulos en mi libro "Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar" (Debate), y a fe mía que sus historias lo merecían.
Siro Rosi, soldado de la 2.ª Compañía del Batallón de Asalto "Flechas
Azules", una de las dos unidades mixtas ítalo-españolas creadas en marzo de 1937, había
nacido en Sticciano, en la provincia toscana de Grosseto, el 14 de febrero de
1915. Su padre, Galileo Rosi, era un ferroviario socialista que le inculcó su
aversión al régimen de Mussolini, aunque el joven Siro pronto se inclinaría por
las ideas comunistas.
Siro Rosi, que era estudiante, se encontraba cumpliendo a principios de 1937 el servicio militar en Cagliari, en la isla de Cerdeña. Un día ordenaron a su compañía que formara en el patio del cuartel. Allí se les anunció que se estaban buscando voluntarios para una unidad con «destino desconocido», aunque todos comprendieron que se trataba de España. Siro Rosi fue el primero en dar un paso al frente. Años después recordaría que en aquella elección sólo le movió un deseo: «Ir a España y pasarme a los republicanos». Con aquella decisión, Siro Rosi comenzó a sus veintidós años una peripecia cuyo desenlace no habría podido imaginar nunca.
Unos días después fue embarcado en Nápoles con destino a Cádiz. A finales de febrero, su unidad se trasladó a Dos Hermanas (Sevilla), donde recibieron entrenamiento. El 19 de marzo fueron llevados a Zafra (Badajoz), donde Siro Rosi conoció a Edmondo Della Santa, de veintisiete años, un joven taciturno, mecánico de profesión y natural de la provincia adriática de Pesaro. Della Santa había realizado su servicio militar en la aviación y se encontraba en paro. Aunque hizo una solicitud para ir a trabajar en África, acabó en la guerra de España. «Con mucha cautela, conseguimos descubrir que nuestras ideas convergían. Unos días después decidimos desertar», relataría Rosi en un testimonio recogido por la revista “La Risveglia” en su número correspondiente al primer semestre de 2000.
El 17 de abril, la compañía de Rosi y Della Santa fue destacada a las posiciones del cortijo “La Laguna”, a ocho kilómetros de la localidad pacense de Azuaga, en la carretera que va al pueblo de Campillo:
Había llegado por fin el gran momento -recordaría Rosi-. Con
Della Santa, tras tomar algunas medidas de precaución, la noche del 18 de abril
de 1937, hacia las ocho, después de haber hecho acopio de munición y armas,
iniciamos nuestra peligrosa aventura, dejando con gran dolor a un solo amigo:
Nápoles, un perro callejero embarcado clandestinamente en la capital
partenopea. Hacia las tres de la tarde, llegamos a una llanura sin vegetación.
A lo lejos, a un par de kilómetros, vimos una pequeña colina, cuyas laderas
estaban cubiertas de tierra fresca, quizá trincheras. Pero si eran trincheras,
¿por quién estaban ocupadas? Con la cautela que reclamaba la situación nos
protegimos detrás de un murete. La primera señal de vida fue un perro que al oírnos
se puso a ladrar. Ya estábamos a unos centenares de metros cuando de la colina
emergieron una decena de personas; entre ellas vimos que había algunas mujeres;
estaban armadas, no llevaban uniforme. Agitaron las armas y las manos. Yo saqué
de mi zurrón un pañuelo y comencé a agitarlo a mi vez. Los hombres armados de
la colina nos salieron al encuentro y descubrimos que eran milicianos del
lugar. También nosotros aceleramos el paso gritando con nuestro mal español que
éramos italianos. El encuentro fue conmovedor. Les dijimos que habíamos
desertado para combatir en las filas republicanas. Sin quitarnos las armas y
con grandes palmadas en la espalda, como es costumbre saludarse entre amigos
españoles, nos abrazamos.
El expediente del CTV sobre la deserción de Rosi y Della
Santa, que se conserva en el Archivio Centrale dello Stato en Roma como
“Sentenza 623”, confirma que en la noche del 18 de abril su unidad se
encontraba acampada en la carretera de Azuaga a Campillo. El informe añade que,
acabado su turno de guardia en las trincheras, ambos legionarios «fueron vistos
entrar tranquilamente bajo su tienda, donde dormían también otros soldados, y
que después desaparecieron, sin que se diera ninguna alarma y sin que ninguno
de los otros soldados se percatara de nada, lo que demuestra que se alejaron
voluntariamente y con tantas precauciones que no provocaron ni el más leve rumor”.
Para el mando, el hecho de que se llevaran las armas y la munición y dejaran el
resto del equipo en la tienda, demostraba que habían terminado «pasándose
vilmente al enemigo».
Después de presentarse a las fuerzas republicanas, Rosi y
Della Santa fueron trasladados a Valencia, donde se les alojó en un cuartel. Allí
reiteraron a los mandos que los interrogaban su deseo de enrolarse en el
Ejército Popular.
“Nuestra euforia —rememoraba Rosi— se apagó bruscamente a la
semana de estar en Valencia, cuando un oficial del Estado Mayor nos condujo con
mucha amabilidad a la cárcel de San Miguel, diciéndonos que un amigo italiano
vendría a hablar con nosotros. En la cárcel estaban reunidos los prisioneros de
Guadalajara y detenidos políticos españoles. Fue una ducha fría que no
conseguíamos explicarnos. Della Santa había enmudecido completamente. Nos
alojaron en la enfermería. A los detenidos que nos preguntaban de dónde
veníamos, les decíamos que éramos desertores, y no faltaron ni escarnios ni
insultos. Pasamos dos días de infierno...”
En la cárcel valenciana, Rosi y Della Santa fueron visitados
por tres dirigentes del Partido Comunista Italiano, los cuales garantizaron la
sinceridad de su adhesión a la causa republicana. Liberados de la cárcel, se
les destinó primero a la escuela de oficiales de las Brigadas Internacionales,
con sede en la localidad manchega de Pozorrubio, para ser después enrolados en
el Batallón Ítaloespañol, el tercero de la XII Brigada Internacional, la "Garibaldi". Según el testimonio del propio Rosi, su amigo Della Santa murió el
15 de septiembre de 1937, destrozado por la metralla en el sector zaragozano de
Fuentes de Ebro. Rosi fue herido en marzo del año siguiente, durante la
ofensiva franquista en Aragón. Reincorporado para la batalla del Ebro, resultó
herido allí otra vez.
El 10 de diciembre de 1938, Rosi y Della Santa fueron
condenados a muerte en rebeldía por el Tribunal Militar del Corpo Truppe
Voluntarie (CTV) en Vitoria. Los jueces italianos, desconociendo que Della
Santa había fallecido en combate hacía más de un año, le condenaron a una pena
que ya había cumplido. En la fase de instrucción del proceso, uno de los
italianos encarcelados en San Miguel de los Reyes, el sargento Luigi Caiola,
declaró el 21 de marzo de 1938 que había conocido a Rosi y Della Santa en la
prisión valenciana, en mayo o junio de 1937, y que le reconocieron que se
habían pasado al enemigo, en cuyas filas realizaban «activísima propaganda
antiitaliana y antifascista».
Ignorante de su condena a muerte en Vitoria, Rosi se
encontraba por aquellas mismas fechas en un campo de desmovilización de los voluntarios
de las Brigadas Internacionales, en Torelló (Barcelona), adonde habían sido
retirados desde el frente del Ebro en septiembre, después de que Negrín hubiera
anunciado su repatriación ante la Sociedad de Naciones. En Torelló permaneció
hasta la caída de Barcelona en enero.
A principios de febrero, Rosi cruzaba la frontera con
Francia, como centenares de miles de españoles. Algunos de sus compatriotas de
las Brigadas Internacionales no tuvieron la misma suerte. Apresados por los
franquistas, no tardaron en ser entregados a las autoridades italianas. El 22
de febrero, el conde Ciano anota en su diario a propósito de estos prisioneros:
“La situación en Cataluña es buena, Franco la mejora con una
cuidada y severa limpieza. También han sido detenidos muchos italianos,
anarquistas y comunistas: se lo digo al Duce, que me ordena que los haga
fusilar a todos, y añade: «Los muertos no cuentan la historia”.
En mayo de 1940, Rosi se encontraba recluido en el campo de concentración
de Vernet, en la costa del Rosellón. Después de la ocupación alemana de Francia
en junio de 1940, y en virtud de las condiciones del armisticio, las
autoridades italianas pidieron la entrega de los brigadistas italianos
ingresados en los campos franceses, entre ellos Siro Rosi, sobre el que pesaba
una condena a muerte por su deserción en España. Con ayuda de sus compañeros,
pudo fugarse de Vernet el 31 de agosto de
1941 y establecer contacto con la Resistencia francesa, con la que combatió contra
los nazis en las regiones de Toulouse y Lyon, con el sobrenombre de Juan
Medinas y el grado de capitán. Detenido después de un acto de sabotaje, estuvo
preso en la cárcel de Grenoble, pero pudo escapar y unirse de nuevo a los
partisanos. En Toulouse conocerá a una joven italiana, Anna, que había salido
exiliada de la Italia fascista con sus abuelos en 1924, siendo una niña. Más
tarde se convirtió en su esposa.
«A mi marido -me decía Anna- no le gustaba hablar mucho de estas
cosas, pero contaba que él mismo había descubierto a Mussolini cuando empezó a
registrar con otros compañeros los vehículos del convoy. Mussolini estaba
sentado al fondo de uno de los camiones alemanes, intentando pasar
desapercibido. Llevaba encima alguna prenda de uniforme alemán, pero Siro lo
reconoció y lo detuvieron”.
Un día después, Mussolini y Petacci fueron fusilados por otros miembros de la
Brigada "Garibaldi" frente a la tapia de una villa de Giulino di Mezzegra.
Sus cadáveres fueron llevados a Milán, donde a la mañana siguiente fueron
profanados y expuestos colgados por los pies de la marquesina de una gasolinera de Piazzale Loreto.
Arriba, una vista de la localidad de Dongo, a orillas del lago de Como, donde Siro Rosi relataba que reconoció a Mussolini cuando huía de Italia. Debajo, la tapia de la villa de Giulino di Mezzegra donde Mussolini y su amante, Clareta Petacci, fueron fusilados el 28 de abril de 1945 junto con otros jerarcas de la República de Saló.
Acabada la guerra, Siro Rosi ocupó el cargo de secretario de la federación comunista de Grosseto, hasta que se exilió de nuevo, quizá temiendo la detención, ya que seguía en vigor la sentencia de muerte que se le había impuesto por su deserción en España. Por insólito que parezca, la condena fue ratificada en mayo de 1939 por el Tribunal Supremo Militar italiano y no le fue conmutada hasta el 2 de diciembre de 1948 por la pena de cinco años de prisión, que inmediatamente después le fue condonada.
Rosi se trasladó a Francia, y después a Polonia y
Checoslovaquia, donde vivió varios años. Cuando vuelve a Italia en los años
cincuenta, el pasado le sigue persiguiendo para ajustar cuentas. Entre abril y
julio de 1957, se celebra en Padua el juicio por el llamado “oro de Dongo”, el “tesoro”
de la República de Saló, con el que Mussolini y los demás jerarcas fascistas
iban a huir a Suiza en 1945. La instrucción del proceso, comenzada en 1946,
habla de 66 kilos de oro, 1.150 libras esterlinas de oro, 147.000 francos
suizos, 16 millones de francos franceses y 10.000 pesetas. A esto se suma el
dinero y las joyas que portaban los ministros de Saló y sus mujeres en su fuga
del país.
Hasta el 18 de diciembre de 1962 la Corte de Apelación de Roma no rehabilitó definitivamente a Siro Rosi por todos los cargos que se le habían seguido por su deserción en España. Su hija Liliana me dijo que su padre era amante de la buena mesa y gran fumador, y a la vez poco dado a hablar de sus experiencias en aquellos años turbulentos. «Mi padre -me recordaba Liliana- era muy esquivo y reservado a la hora de hablar de los acontecimientos del pasado. Había vivido cosas terribles y había visto morir a muchos amigos. No eran cosas agradables de recordar, aunque fueran historias muy singulares. Y quizá también era reservado porque, sin darse cuenta, absorbió la mentalidad de quien había pasado tantos años en la clandestinidad”.
Desertor del CTV italiano y brigadista internacional en España, capitán de la Resistencia en Francia y comandante partisano en Italia, Rosi volvió su amada Toscana natal una vez jubilado. Hasta su muerte en 1987, con setenta y dos años, supo encontrar en su afición a la pintura de los paisajes y marinas de su tierra el último refugio a todas las tempestades de la Historia a las que había apuntado de joven la proa de su vida.