EL TAMBOR DE TERUEL
El 7 de enero de 1938 se rendía ante el comandante de la 84.ª Brigada Mixta, el mayor Benjamín Juan Iseli, el jefe de la guarnición franquista de Teruel, el coronel Domingo Rey D’Harcourt. Al día siguiente se entregaban a las fuerzas de la 87.ª Brigada los defensores del último reducto, el Seminario, culminando así la conquista de la primera y única capital de provincia que las armas republicanas tomarían en toda la Guerra Civil. Doce días después, los hombres de la 84.ª Brigada se amotinan ante la orden que suspende su permiso por la toma de Teruel para que vuelvan a primera línea. Sus mandos ordenan fusilar a 46 de sus combatientes y envían a batallones disciplinarios a cerca de un centenar, disolviendo finalmente la unidad. Veinte años después de comenzar a rescatar su trágica historia, he profundizado la investigación sobre estos perdedores entre los perdedores de la Guerra Civil con el estudio de los consejos de guerra franquistas a los que debieron enfrentarse algunos supervivientes de la masacre. Un estudio que confirma las conmovedoras y a veces escalofriantes paradojas humanas de la contienda española.
“Yo me fui a la guerra como quien se va a una fiesta”. Así me lo dijo Bernardo Aguilar Vicente al calor del hogar, en la cocina de su domicilio de Casas Bajas, en el enclave valenciano de Rincón de Ademuz. Con la boina coronando su menuda figura, las piernas arropadas con una manta amorosamente tendida por su mujer, Josefina, y rodeado de sus tres hijas, el recuerdo de este veterano de la contienda de 1936, fallecido pocos años después de nuestro encuentro, se me ha hecho imborrable.
Bernardo Aguilar Vicente se incorporó
como voluntario en noviembre de 1936, con 19 años, al batallón “Largo
Caballero”, más tarde integrado en la 84.ª Brigada Mixta del Ejército Popular, donde
se hizo tambor. Fue uno de los cinco combatientes de la 84.ª Brigada, junto con
Avelino Codes Soriano, Domingo Cebrián Castelló, Blas Alquézar Aranda y Eugenio
Cebrián Navarro, que me relataron el trágico sino de su unidad en la batalla de
Teruel, en el invierno de 1937-1938, para mi libro “Si me quieres escribir”.
Una historia que parecía condenada a figurar, si acaso, en las notas a pie de
página de las crónicas de aquel terrible choque bajo un frío polar, a 20 grados
bajo cero, con los combatientes de uno y otro bando calzados con alpargatas
sobre la nieve y el hielo.
La 84.ª Brigada fue la única unidad del
Ejército Popular de la República ante la que se rindió en toda la guerra el
jefe de la guarnición franquista de una capital de provincia, el coronel
Domingo Rey d’Harcourt. Fue el 7 de enero de 1938, una fecha que hizo abrigar
la esperanza de un triunfo final sobre Franco y de la que fueron protagonistas
clave Bernardo Aguilar y sus compañeros.
Rey D’Harcourt sería asesinado un año
más tarde por fuerzas republicanas en la retirada de Cataluña junto con otros
prisioneros de Teruel, entre ellos el obispo Anselmo Polanco. La paradoja es
que algunos de los hombres ante quienes rindió la ciudad también acabarían ante
un pelotón de ejecución, pero solo unos días después de haber dado al bando
republicano su mayor victoria de toda la guerra.
Los hombres de la 84.ª Brigada combatieron sin descanso en la ciudad
aragonesa durante un mes, casa por casa, calle por calle. De sus recuerdos de
aquellas jornadas, los que más les conmovían a los veteranos eran los de la
salida de los civiles refugiados en los reductos de los defensores una vez
rendidos éstos, a quienes auxiliaron con lo que pudieron en los primeros
momentos. «A nosotros nos dijeron que saliéramos de nuestras posiciones a echar una
mano. Había muy poca gente que se tuviera en pie. A la mayoría les ayudamos a
salir en brazos o en camilla», rememoraba Bernardo Aguilar.[1]
Con Robert Capa
De la lucha de la 84.ª Brigada en la
ciudad fueron testigos Ernest Hemingway, Herbert Matthews y Robert Capa, éste
último autor de numerosas fotografías de los combatientes de la 84.ª Brigada,
halladas hace pocos años en la “maleta mexicana”, y de una crónica, la única
que escribió en toda la contienda española, relatando la toma del Gobierno
Civil por la misma unidad, que publicó en París el diario “Ce Soir” el 8 de
enero de 1938.
Robert Capa se marchó de Teruel sin llegar a
conocer el aciago destino que esperaba solo dos semanas después a los hombres
protagonistas de sus fotografías y de su crónica. Retirada del frente en
recompensa a su intervención en la toma de la ciudad, donde fue baja más de un
tercio de sus efectivos, los mandos ordenaron pocos días después la suspensión
del permiso y el regreso de la 84.ª Brigada a primera línea para frenar los
ataques de Franco en su intento de recuperar Teruel. La orden provocó la
abierta insubordinación de dos de sus cuatro batallones, el “Largo Caballero” y
el “Azaña”, en su acuartelamiento de Rubielos de Mora.
“Nos engañaron, nos metieron zorro por
liebre –contaba Bernardo Aguilar–. Los oficiales nos dijeron que nos
preparáramos, que salíamos de madrugada para el frente. Aquello fue demasiado.
Todos los que éramos voluntarios empezamos a decir que no volvíamos al frente,
que llevábamos treinta días de combate, con frío y con nieve, y que estábamos
agotados”.
Ante la negativa de los hombres a renunciar
a su merecido descanso, el mando se muestra conciliador y promete respetar el
permiso. Es un engaño para desarmar a los amotinados, de los que más de cien
son detenidos. Al anochecer del 20 de enero de 1938 son fusilados sin juicio
previo cuarenta y seis hombres, entre sargentos, cabos y soldados. Cerca de un
centenar serán castigados en un batallón disciplinario para el resto de la
guerra. La 84.ª Brigada es disuelta y el resto de sus efectivos son repartidos
entre otras unidades. Han pasado de héroes a traidores en solo doce días.
Detenido por sumarse a la
insubordinación, Bernardo me contó que pudo escapar con dos compañeros al oír
decir su nombre a los que venían a buscar a aquellos a quienes se consideraba
cabecillas del motín, de acuerdo con las sospechas de los mandos y los
comisarios políticos, entre ellos el de la brigada, Juan Solar. Perdidos de
noche por el monte, Bernardo y sus compañeros decidieron esperar al amanecer
bajo una sabina, desde la que oyeron unas ráfagas de ametralladora y unos vivas
a la República que, según mantenía este veterano, fueron los que dieron sus
compañeros al ser fusilados.
Después de huir de su unidad, Bernardo
volvió a su pueblo. Allí fueron a buscarle los miembros del Servicio de
Recuperación para devolverle a filas, pero gracias a un amigo pudo sumarse a un
grupo de guerrilleros para seguir combatiendo con las fuerzas republicanas. “La
verdad es que a esa edad estás farruco y no te para nada”, me dijo.
Por increíble que parezca, a pesar de
saber que había escapado de milagro de un pelotón de ejecución de su propio
bando, Bernardo volvió a jugarse el pellejo en acciones de sabotaje y espionaje
detrás de las líneas enemigas, tal y como me había contado.
Celebrando su derrota
He traído hoy estos recuerdos porque, veinte años después de aquella inolvidable visita a Bernardo en su pueblo, he querido consultar, por vez primera, los sumarios que abrieron los vencedores después de la guerra contra los supervivientes del fusilamiento de Rubielos de Mora, algunos de los cuales se conservan en el Archivo General e Histórico de Defensa (AGHD), en Madrid, a cuyo personal, empezando por su director, Guillermo Pastor, estaré siempre agradecido por su inestimable ayuda y profesionalidad.
Entre estos expedientes figura el de Bernardo que, tal y como me había relatado, fue detenido al terminar la guerra en Casas Bajas, donde le obligaron con otro vecino “rojo” a voltear las campanas de la iglesia para celebrar el triunfo de los nacionales, es decir, su derrota. [2] Conducido a la plaza de toros de Teruel, desde allí fue trasladado –“nos llevaban en tren igual que ganado”–, a un campo de concentración en León y después a la prisión de La Vidriera en Avilés (Asturias).
En León, el tribunal clasificador de
prisioneros abre diligencias para conocer su actuación durante la contienda. El
puesto de la Guardia Civil de Ademuz hace madrugar su informe, de fecha de 17
de mayo de 1939, donde comunica que es jornalero, afiliado a la CNT, “sin
desempeñar cargos ni haber cometido hechos delictivos”. También recoge que “el
18 de noviembre de 1936 se marchó voluntario al ejército rojo, ignorando desde
aquella fecha su actuación”.
Los dos informes de la Falange son más
detallados: uno confirma que Bernardo desertó de su unidad, el Batallón “Largo
Caballero”, y que regresó a su pueblo, aunque no dice nada de la represalia
ordenada por sus propios mandos en Rubielos de Mora. Otro asegura que Bernardo
formó parte de una unidad de guerrilleros que operó en Andalucía con destrucción
de puentes y corte de líneas de electricidad y teléfono, y que fue “agente del
servicio de investigación en vanguardia y retaguardia”, con misión de capturar
desertores y derechistas emboscados.
El 22 de febrero de 1940 se ordena su traslado desde la prisión de Avilés a la de Requena, de donde pasa después a la de Valencia. En diciembre siguiente presta declaración, admitiendo que en noviembre de 1936 se unió como voluntario al Batallón “Largo Caballero”, del que llegaría a ser tambor, pero negando naturalmente haber actuado como guerrillero ni como agente del Servicio de Información Militar (SIM). Bernardo aseguró que cuando intentaron detenerle los del Servicio de Recuperación después de haber desertado de su unidad, un amigo le ofreció trabajar de asistente de un capitán llamado Franco que se dedicaba a buscar prófugos de filas o emboscados de derechas.
A pesar de ello, el alcalde de Casas Bajas,
Anastasio Pérez Alepuz, confirma que Bernardo “no practicó ninguna gestión ni
quiso proceder a descubrir a los mencionados individuos que se hallaban ocultos
pudiendo haberlo verificado”. Así lo destacan también varios vecinos. Uno de
ellos, José Aguilar Hernández, llega a declarar que Bernardo le avisó para que
se escondiera porque venían a buscarle. Otros testigos aseguran que lo mismo hizo
con otras personas perseguidas.
El sumario franquista contra Bernardo es
un rosario de silencios. Por mera cuestión de supervivencia. El primero sobre
su servicio en una unidad de guerrilleros y el segundo acerca del motivo del
abandono de su unidad a principios de 1938, que ilumina una de las simas
profundas de la tragedia de la 84.ª Brigada Mixta: Bernardo echó tierra sobre
el episodio del fusilamiento de sus 46 compañeros porque seguramente temió que
reconocer haberse amotinado contra sus mandos no iba a mejorar su situación
ante el consejo de guerra franquista. Otros compañeros creyeron, sin embargo, todo lo contrario.
La sentencia, dictada el 7 de julio de 1942, condena a Bernardo a 12 años y
un día por auxilio a la rebelión, si bien el propio consejo de guerra propone
conmutarla por la de seis años y un día. En junio de 1943 se dictará su
libertad provisional, y en julio de 1945 la libertad definitiva.
“En una ocasión -me recordaba de su condena en la cárcel de Valencia- me
tiré tres días sin comida ni agua. Habían sacado a uno que estaba conmigo en la
celda y se olvidaron de mí, y me quedé en la celda tres días sin comer ni
beber. Como pensaba que se lo habían llevado a fusilar, me dije que mejor que
no se acordaran de mí porque a lo mejor me sacaban también para fusilar. Pero al
tercer día sin agua y sin probar bocado me puse a aporrear la puerta de la
celda, porque prefería que me fusilaran ya mismo que morir de hambre y de sed.
Y luego resultó que se habían olvidado de que existía».
Todo en el sumario contra Bernardo me
confirmaba el valor, la sagacidad y la bonhomía de aquel veterano que vio pasar
la Historia por la puerta de su casa, por primera y única vez en su vida,
cuando un grupo de jinetes le invitó a marcharse con ellos a la guerra. En
Casas Bajas estaban entonces en la matanza del cerdo. Era noviembre de 1936,
cuando la lucha a las puertas de Madrid estaba decidiendo el rumbo de la
guerra.
Perdedores entre los perdedores
Otros combatientes de la 84.ª Brigada
Mixta que participaron en la insubordinación de la unidad y que se libraron del
fusilamiento ordenado como castigo por el mando, tuvieron que enfrentarse como Bernardo
a los consejos de guerra franquistas. Lo que confirma su condición como los
perdedores entre los perdedores de la contienda. Sabemos sus nombres por el
informe elevado por el teniente coronel Andrés Nieto Carmona, jefe de la 40.ª
División, para dar cuenta de su implacable respuesta a la insubordinación,
donde figura la relación de los 46 fusilados “por rebeldía al Gobierno” y los
80 que quedaban en situación de procesados “por haberse significado en
desobediencia manifiesta al mando”.
En el AGHD figuran también los sumarios
de los vencedores contra varios de estos combatientes republicanos “procesados”
por la insubordinación de la 84.ª Brigada. La diferencia de sus consejos de
guerra respecto al del tambor del “Largo Caballero” es que los franquistas les
ajustaron cuentas por su actuación en sus pueblos antes de su marcha al frente.
Uno de estos sumarios es el de Antonio Blasco Aguilar, también labrador de
Casas Bajas, que contaba con 32 años al finalizar la guerra. Incorporado como voluntario
al batallón “Largo Caballero”, del que era cabo cuando los sucesos de Rubielos
de Mora, fue enviado a un batallón disciplinario por sumarse a la
insubordinación.
La
principal acusación del proceso al que le sometieron los franquistas fue que
había obligado a personas de derechas a destruir la iglesia del pueblo, cuando
según su versión había avisado a los vecinos para que rescataran los enseres
del templo ante el riesgo de que vinieran fuerzas ajenas al pueblo a
destruirla. El consejo de guerra consideró no probada otra más grave acusación
contra Antonio Blasco: la de haber fusilado a un civil, Arsenio Valterra,
después de la toma de Teruel. Condenado a 30 años de cárcel en octubre de 1939,
la pena le fue conmutada por la de 20 años y un día en abril de 1943. Antonio
Blasco Aguilar salió de la prisión de Valencia en libertad vigilada en 1946. Fue
indultado ese mismo año.[3]
Otro de los amotinados en Rubielos de Mora, Enrique González Valero, de 22 años, labrador de Las Cuevas de Utiel (Valencia), afiliado a la CNT, había sido miliciano de la “Columna de Hierro”, de donde pasaría al “Largo Caballero” de la 84.ª Brigada. Fue condenado por los vencedores en 1939 a 30 años de cárcel por pertenecer al comité revolucionario de su pueblo, así como por haber participado en requisas y robos y formar parte de controles. En 1944 le fue conmutada la pena por 12 años y un día de reclusión menor. Fue indultado en 1950.[4]
Otro
insubordinado de la 84.ª Brigada, Francisco García Garzón, también voluntario
del “Largo Caballero”, era labrador de Bicorp (Valencia). Al final de la guerra
contaba con 34 años. Acusado de pertenecer al comité revolucionario de su
localidad y haber quemado el archivo municipal, fue sentenciado en 1940 a 15
años de reclusión menor por auxilio a la rebelión. En 1942 se le conmutó esta
pena por la de 12 años y un día, pasando a prisión atenuada en su domicilio.[5]
En el Archivo General Militar de Guadalajara, donde se conservan los
expedientes de la Comisión Central de Examen de Penas franquista, figura el número
99.356, de Manuel Carbó Albesa, uno de los dos únicos sargentos incluidos en la
lista de «procesados» por la insubordinación. Los franquistas le condenarían
después de la guerra a doce años y un día de cárcel. También se encuentra el expediente
64.924, de Ricardo Obón Alegre, de 24 años, jornalero de Fortanete (Teruel),
que se unió a la 39.ª Brigada republicana después de los sucesos de Rubielos.
Fue condenado en Zaragoza, en octubre de 1939, a seis años y un día de prisión
mayor.
Dos sentencias de muerte
En la lista de amotinados de la 84.ª Brigada figuran también José María
Morcillo Herreros y Lucrecio
Sánchez Fernández, ambos soldados del batallón “Azaña”, cuyo destino fue
enfrentarse a un piquete de ejecución franquista después de haberse salvado de
la ejecución ordenada por sus propios mandos en Rubielos de Mora,
José
María Morcillo Herreros, casado, de oficio albañil, contaba con 23 años al
terminar la guerra. Afiliado al PSOE y UGT, se marchó como voluntario al
frente. Era cabo del batallón “Azaña” cuando se sumó a la insubordinación de
Rubielos. Los franquistas lo detuvieron en su pueblo, Villarrobledo (Albacete),
donde fue denunciado por haber intervenido en la saca de 42 presos de la cárcel
que fueron asesinados el 28 de julio de 1936 en el cementerio. Se le acusó
también de haber participado en el asesinato del sacerdote Bartolomé Rodríguez,
párroco del vecino pueblo de Munera, que murió apaleado en su propia iglesia
convertida en cárcel.[6]
José
María Morcillo negó todas las acusaciones, asegurando que no había intervenido
en la saca de los presos, de cuyo asesinato se enteró el mismo día de los
hechos por noticias de su mujer. También negó haber estado en la iglesia de
Munera y haber participado en la muerte del sacerdote, aunque reconoció que
había formado parte de la expedición de milicianos de Villarrobledo que fue a
este pueblo.
Aunque
el 6 de febrero de 1940 fue condenado a muerte, el propio tribunal militar decide
“indagar más ampliamente hasta conseguir pruebas directas o desvanecer los
cargos”. Así, vuelve a interrogar a tres milicianos que participaron en la
expedición a Munera, e incluso establece un careo entre Morcillo y uno de
ellos. Ninguno recuerda si iba Morcillo en el grupo. También se vuelve a tomar
declaración a cuatro supervivientes de la matanza de presos de la cárcel de Villarrobledo,
alguno de los cuales confirma que Morcillo se encontraba en el patio de la
prisión cuando la saca, aunque no pueden acreditar que estuviera luego en el
cementerio.
El
23 de enero de 1941 el consejo de guerra dicta nueva sentencia: Morcillo es
condenado a muerte por el delito de adhesión a la rebelión. Su madre hace un
desesperado intento por salvarle la vida, achacando a su nuera las denuncias
contra su hijo por estar haciendo vida marital con otro hombre. Nada detiene la
ejecución: Morcillo es fusilado el 13 de junio de 1941 en la cárcel de Albacete.
Lucrecio
Sánchez Fernández fue el otro combatiente de la 84.ª Brigada que se enfrentó a
un pelotón de ejecución franquista después de librarse de ser fusilado por un
piquete de su propio bando. Soldado del batallón “Azaña”, tenía 27 años al
finalizar la contienda, estaba también casado y era bracero de Pozo Cañada (Albacete),
donde se desempeñaba desde antes de la guerra como secretario de la Sección de
Trabajadores de la Tierra de UGT.
Fue
denunciado a los vencedores por formar parte del comité del Frente Popular en
su pueblo y capitanear el intento de asalto a la casa cuartel de la Guardia
Civil después del golpe militar. También se le imputó haber hecho frente con
armas a la Benemérita en una carretera de la localidad. Aunque la acusación más
grave fue la de haber firmado un escrito del comité pidiendo al tribunal
popular de Albacete que se fusilara a dos guardias civiles, Vicente Oliver y
Pascual Lázaro, pertenecientes al puesto de Pozo Cañada, quienes serían
finalmente ejecutados.[7]
Lucrecio
Sánchez declaró que, lejos de liderar el intento de asalto a la casa cuartel de
la Guardia Civil, entró en ella en compañía del alcalde pedáneo de Pozo Cañada,
Francisco Candel, para dar ánimos a los números y sus familias y simular hacer
un registro. Una vez fuera de la casa cuartel, aseguraron que no habían
encontrada nada en el registro, con lo que lograron calmar a la multitud, que
se disolvió en ese preciso instante. Reconoció haber estado en la carretera con
una escopeta, pero que se marchó de allí en cuanto vio llegar a la Guardia
Civil, oyendo disparos después y sabiendo que había habido muertos.
Admitió,
en cambio, haber firmado el escrito en el que se pedía la ejecución de dos
guardias civiles del pueblo, pero aseguró que lo hizo obligado por quienes
mandaban en Pozo Cañada y “en vista de la excitación que reinaba en el pueblo”,
y sin saber a quién iba dirigido en realidad el escrito.
En
su descargo, Lucrecio Sánchez escribió una nota con su actuación en favor de
campesinos de derechas a quienes afilió en el sindicato de UGT; su papel en la
protección del párroco del pueblo, don Emilio, a quien facilitó un camión para
que se marchara con sus familiares y sus bienes; o su aviso a tres vecinos del
pueblo para que se escondieran porque los venían a matar.
El
consejo de guerra dicta sentencia contra Lucrecio Sánchez el 4 de julio de
1939: condena a muerte por adhesión a la rebelión. La pena se ejecuta el 16 de
noviembre siguiente en Albacete.
La última anotación de Lucrecio Sánchez en su escrito de descargo ante el tribunal militar franquista aludía a los sucesos de Rubielos de Mora y su castigo en un batallón disciplinario, para presentar su insubordinación como soldado de la 84.ª Brigada como fruto de su voluntad de no combatir a las fuerzas de Franco, aun a riesgo de ser fusilado por ello. Su escrito es un conmovedor alegato en el que, para intentar salvarse, infructuosamente, del fusilamiento por el bando franquista, recuerda haberse salvado del fusilamiento por el bando republicano:
El 21 de enero ingresé en la cárcel de
Rubielos. Me sacaron el 9 de abril de 1938 llevándome a un batallón de trabajo
n.º 4 donde estuve 9 meses por [ilegible] a luchar contra de [sic] nuestros
hermanos, nos [ilegible] de rebelión y fusilaron a 72 que fueron los [ilegible]
Nieto, el comisario de la Brigada Solar.
Otra palada de tierra
Más de
setenta años después, en 2010, un proyecto de exhumación impulsado por los
familiares de dos de los fusilados en Rubielos de Mora, el tambor Anacleto
Esteban Mora y Victoriano Alegre Navarro, permitió localizar los restos de
cinco de los 46 combatientes asesinados, aunque no fue posible identificarlos.
Financiado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero, el proyecto contó con los
trabajos de los arqueólogos y forenses de la Sociedad de Ciencias Aranzadi dirigidos
por Francisco Etxeberría, Lourdes Herrasti y Almudena García Rubio, y los
técnicos de la empresa de georadar Falcon High Tech encabezados por Luis Avial,
con el apoyo de la aragonesa Asociación por la Recuperación y la Investigación
contra el Olvido (ARICO).
Los trabajos de exhumación fueron
filmados para el documental “La maleta mexicana”, dedicado al descubrimiento de
las fotografías realizadas por Robert Capa, Gerda Taro y David “Chim” Seymour
en la guerra española. En ningún momento de la película se dice que los restos
hallados en las fosas de Rubielos de Mora pertenecían a soldados republicanos
fusilados por orden de sus mandos. Una palada de tierra más sobre su historia.
[1] Todas las citas de Bernardo Aguilar proceden de mi
libro “Si me quieres escribir. La batalla de Teruel”, publicado en 2004 y reeditado
en 2021 en Amazon.
[2] AGHD, Valencia, sumario 1619, año 1940, legajo 19137,
carpeta 2.
[3] AGHD, Valencia, sumario 8636, año 1939, legajo 16987,
carpeta 5.
[4] AGHD, Valencia, sumario 4251, año 1939, legajo 17761,
carpeta 9.
[5] AGHD, Valencia, sumario 15312, año 1939, legajo 16708,
carpeta 10.
[6] AGHD, Albacete, sumario 1347, año 1939, legajo 14636,
carpeta 9.
[7] AGHD, Albacete, sumario 1970, legajo 3304.