"YO ESTOY ENTERRADO EN EL VALLE DE LOS CAÍDOS"

 

Eugenio de Azcárraga Vela, con 89 años, con una foto suya como alférez provisional en la Guerra Civil. (Foto: Rober Solsona. ABC)

El 7 de febrero de 1939, hace ahora ochenta y tres años, eran asesinados en Pont de Molins (Gerona), en el caos de la retirada de las fuerzas republicanas hacia la frontera francesa, medio centenar de prisioneros capturados en la toma de Teruel de un año antes, entre ellos el jefe de la guarnición franquista, el coronel Domingo Rey D'Harcourt, y el obispo Anselmo Polanco. Sus cadáveres fueron después rociados con gasolina y quemados.

La efeméride de este crimen de guerra me lleva hoy al recuerdo de un personaje excepcional, superviviente de aquella matanza, con una historia digna de película, al que dediqué un capítulo de "Eso no estaba en mi libro de la Guerra Civil" (Almuzara), del que rescato hoy esta entrada en mi blog. Se trata de Eugenio de Azcárraga Vela, que falleció a los 102 años, el 6 de julio de 2018, cuando en los medios de comunicación volvía a ser actualidad el Valle de los Caídos, a cuento del proyecto del gobierno socialista de desenterrar al general Francisco Franco.

Siempre comentaba con Eugenio cualquier iniciativa sobre el monumento del valle de Cuelgamuros, por cierto, topónimo de origen franquista que ahora Pedro Sánchez quiere perpetuar en vez del también franquista "Valle de los Caídos". La muerte me arrebató aquella vez la oportunidad de hablar con Eugenio sobre la iniciativa de exhumar a Franco. Sin embargo, imaginaba perfectamente cuál habría sido su respuesta esta vez, ya que habíamos hablado en más de una ocasión del posible “desahucio” del general.

«Las cosas hay que dejarlas como están, porque también Napoleón hizo burradas en España y no creo que debamos pedir a los franceses que hagan un “centro de interpretación” en Los Inválidos. El pasado es el pasado, y si no que me lo digan a mí. La Historia está para estudiarla, para conocerla y divulgarla, no para aprovechar una parte y de la otra que ni se hable», me dijo en una ocasión.

Nuestras recurrentes conversaciones sobre el monumento de Cuelgamuros se debían a una circunstancia excepcional que me había llevado a conocerle en 2005: el hecho de ser el único de los cerca de 34.000 combatientes de la Guerra Civil enterrados en el Valle de los Caídos que seguía gozando, con sus cerca de 90 años, de una vitalidad más que envidiable.

La primera vez que hablé con Eugenio me pidió con su voz grave y juvenil que le apeara el tratamiento de “usted” y de “don”. Acababa de regresar de una salida por el Mediterráneo con un velero en compañía de unos amigos, lo que me pareció del todo inesperado para alguien que estaba “enterrado” en un nicho de Cuelgamuros.

Conocí a Eugenio gracias a Fernando Lloréns, hijo de un famoso capitán del bando nacional del mismo nombre a cuyas órdenes había combatido y con quien compartiría las más duras experiencias durante la guerra. El capitán Lloréns Pérez-Casariego había sido jefe de la “Batería Fantasma” en la batalla de Teruel, llamada así por su rapidez de movimientos para acudir allá donde se le reclamaba ante la ofensiva republicana que acabó conquistando la ciudad aragonesa en enero de 1938. Sus hijos Milagro y Fernando dedicaron a la peripecia de su padre y de todos los defensores de Teruel un extraordinario libro, “Héroes o traidores”, decisivo para conocer aquella batalla, para el que Fernando Lloréns está buscando editor para reeditarlo. Hace pocos días, recordando con él a nuestro común amigo, me contó que Eugenio, al cumplir los 100 años, le dijo pesaroso que le acababan de operar de un menisco y que se había visto obligado a dejar de jugar al tenis.  

Aunque toda su vida había estado vinculada a Valencia, Eugenio había nacido en Jaén el 17 de enero de 1916 en el seno de una familia de origen guipuzcoano. Siempre hablaba con orgullo de su abuelo, Marcelo de Azcárraga, cuatro veces jefe de Gobierno con la regente María Cristina, además de ministro de la Guerra.

En 1936, cuando estalla la Guerra Civil, Eugenio tenía 20 años y estaba decidido a estudiar Derecho. «Mis ideas políticas eran las chicas y la natación: era campeón en 400 metros”, explicaba para ilustrar su posicionamiento ideológico en aquellos convulsos tiempos. Por tradición familiar y por su personalidad se consideraba liberal y lo fue toda su vida. Pero la barbarie pronto iba a marcar su destino: dos primos suyos, Casilda Castelví y Luis Trenor, fueron detenidos y asesinados por las milicias frentepopulistas en Valencia en las primeras semanas de la guerra.

Aunque no había tomado partido ante el golpe militar, Eugenio vio su vida en peligro solamente por ser de familia acomodada como lo eran sus primos. Huye entonces de la capital del Turia con su hermana Mercedes y su cuñado Juan Maiques. El 18 de septiembre lograron zarpar de Alicante en un barco de bandera italiana que les condujo a Barcelona, donde se embarcaron en otro navío italiano con destino a Nápoles. Allí deciden regresar a España. En octubre se instalan en San Sebastián, donde más adelante se les unirá su madre y su otra hermana. En enero de 1937, Eugenio se alista en el ejército de Franco.

Eugenio de Azcárraga con uniforme e insignias de alférez provisional. (Fotografía del magnífico libro "Este muerto no soy yo", dedicado a nuestro protagonista por Ángel Mompó Romero. Ediciones Trashumantes)

“Nunca he sido franquista, aunque teóricamente soy un “caído por Dios y por España”. Pero es que además nunca me han gustado las dictaduras, ya sean de derechas o de izquierdas. Pero si se dieran las mismas circunstancias en que yo tomé la decisión de pasarme a zona nacional, lo haría otra vez», me contaba abiertamente en nuestra primera conversación, para recalcarme en otra ocasión que “entre Franco y el comunismo opté por el primero”.

Destinado a un regimiento de artillería, combate en el frente de Asturias en una unidad de lanzaminas. Es herido leve en una pierna, aunque pronto se recupera en el hospital de Ribadeo. Meses más tarde ingresa en la academia de alféreces provisionales, primero en Miranda de Ebro, donde es expulsado sin terminar el cursillo por dar un puñetazo a un teniente médico que se burlaba de un compañero enfermo. La expulsión resulta providencial, según las notas manuscritas sobre su peripecia que escribió su hermano Adolfo y de las que Eugenio me entregó una copia: los quince primeros cursillistas de Miranda de Ebro, entre los que debía haber figurado, fueron bajas, la mayoría muertos.

Eugenio concluyó el cursillo de alférez provisional en Granada, de donde sale con su nuevo grado para el frente de Córdoba, con una unidad de ametralladoras. Allí pedirá cambio de destino al Levante, para estar cerca de Valencia en caso de que termine la guerra. Sus deseos se hacen realidad: se incorpora al Regimiento de Infantería Gerona n.º 18, con base en Zaragoza, de donde es enviado al frente de Teruel con la tercera compañía del 5.º Batallón.

Las ruinas del Seminario de Teruel, donde combatió Eugenio de Azcárraga en la dura batalla polar del invierno de 1937-1938.

Al producirse el ataque republicano sobre Teruel en diciembre de 1937, Eugenio se ve en medio de todo el “fregao”. Su experiencia en los primeros combates a las afueras de la ciudad me resultó sorprendente puesto que desmentía categóricamente el mito de unas tropas franquistas fieramente aguerridas: “Yo ya sabía que cuando los rojos atacaran nuestra posición me iba a quedar sin la mayoría de los hombres porque saldrían corriendo, así que siempre escogía a un puñado de los que podía fiarme para intentar resistir lo más posible”, me contaba.

Cuando el coronel Domingo Rey D´Harcourt, jefe de las fuerzas franquistas que defienden Teruel, da la orden de replegarse al interior de la ciudad, Eugenio pasa a defender el reducto del Seminario, comandado por el coronel Francisco Barba. Allí la guerra presenta su rostro más cruel: sitiados con más de tres mil civiles refugiados en los sótanos, ancianos, mujeres y niños, soportan la voladura de minas, ataques con gasolina y cañonazos de artillería, sin agua ni comida y sin nada con que curar a los heridos. A Eugenio le conmovió siempre el recuerdo de una niña muerta “con su abriguito” entre las ruinas del reducto. “Prefería estar fuera en las trincheras a ver aquello”, decía.

El 8 de enero de 1938, después de que el día anterior se rindiera ante las fuerzas de la 84.ª Brigada republicana el reducto de la Comandancia a las órdenes de Rey D’Harcourt, el coronel Barba decide también entregar el Seminario (ver en este blog https://pcorralcorral.blogspot.com/2022/01/el-tambor-de-teruel.html). Tres mil defensores de Teruel son hechos prisioneros. Los jefes y oficiales, además de las personalidades apresadas, entre ellas el obispo de Teruel, monseñor Anselmo Polanco, son trasladados a la cárcel de San Miguel de los Reyes, en Valencia.

Eugenio resaltaba siempre el buen trato que los prisioneros recibieron de las fuerzas republicanas en el momento de la rendición de Teruel. El  más grave episodio de tensión que recuerda fue en Albentosa, donde coincidieron con Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, quien ante su vista, y mientras estaban rodeados de soldados republicanos, empezó a señalar a los cautivos como “los asesinos de vuestras madres y vuestros hijos”. Eugenio recuerda que en ese momento pensaron que serían linchados y asesinados, pero afortunadamente no pasó nada. Lo que nunca se pudo explicar fue el motivo de aquella soflama de la líder comunista.

Notificación de la "gloriosa muerte" de Eugenio de Azcárraga en los combates de Teruel. (Del libro "Este muerto no soy yo", de Ángel Mompó Romero) 

Entre tanto, el 16 de enero de 1938  la familia Azcárraga recibe en San Sebastián la noticia de que Eugenio ha fallecido en los combates en los alrededores de Teruel. Su madre y sus hermanas organizan un funeral por su eterno descanso, aunque más tarde la Cruz Roja pudo confirmarles que se encontraba prisionero.

Después de permanecer veinte días en la cárcel de Valencia, los más destacados prisioneros de Teruel fueron llevados a Barcelona, primero a un convento de las Siervas de María utilizado como cuartel y luego al castillo de Montjuich. Encerrados en los sótanos, no disponían de colchones, por lo que dormían sobre el empedrado de las celdas. En los nueves meses que estuvieron allí encerrados, los prisioneros salieron al patio seis u ocho veces. En una de esas salidas, Eugenio encontró un ajo en un rincón, manjar que repartió con otros dos compañeros. Según recordaba, intentaban tomarse a broma las penalidades, como cuando competían a la hora del rancho para ver cuántos garbanzos le había tocado a cada uno.

Ante el avance de los nacionales, las autoridades republicanas decidieron trasladarles cuando se evacuó Barcelona. Era el 24 de enero de 1939. Cuando tres días después el tren que les dirigía la frontera con Francia cambió su sentido en la estación de Puigcerdá para desandar el itinerario recorrido, los prisioneros sospecharon que algo iba mal.

La estación de Caixans, donde Eugenio y quince compañeros saltaron del tren, evitando su asesinato por las fuerzas republicanas en retirada. (Foto: Ramón Pont)

Eugenio y otros quince compañeros, entre ellos el capitán Fernando Llorens, decidieron saltar del tren aprovechando la llegada a la estación de Caixans y que había nieve en los taludes de las vías. Uno de los oficiales fugados fue abatido por los soldados que estaban en la estación y otro, que aún convalecía de graves heridas de Teruel, pidió que lo abandonaran ante la imposibilidad de que los demás pudieran cargar con él ante su estado famélico. Al amanecer del día siguiente, el grupo logró alcanzar un pueblo francés al otro lado de la frontera, donde terminó la pesadilla de su cautiverio.

La decisión de saltar del tren fue providencial: una parte de los cautivos de Teruel, incluidos el coronel Rey D’Harcourt y el obispo Polanco, serían asesinados en Pont de Molins el 7 de febrero, por soldados republicanos en retirada, junto a otros prisioneros, hasta un total de 42 víctimas. Sus cadáveres fueron quemados después con gasolina.

«Cuando los nacionales vuelven a entrar en Teruel, el 21 de febrero de 1938, desentierran a los muertos para identificarlos con la documentación que van encontrando. Yo creo que me confundieron con un alférez de Pamplona que tenía mi aire y al que yo había visto muerto”, contaba Eugenio.

El alférez con el que Eugenio sospecha que le pudieron confundir era Alfonso Ochoa de Zabalegui, originario de Pamplona, de cuyo paradero la familia nunca supo nada desde la batalla de Teruel. A la confusión por el parecido se sumó una prueba que parecía más concluyente. Según contaba Eugenio, a su compañero le había entregado unos días antes de su muerte una carta escrita por una madrina de guerra de Navarra, con su apellido Azcárraga como destinatario. La razón es que Eugenio le dio la carta de aquella madrina de guerra porque prefería una de San Sebastián, donde residía ya toda su familia, para poder conocerla cuando fuera para allá con un permiso. Pudo ser por esa carta por lo que se creyó que el cadáver de aquel alférez era el de Eugenio.

Licenciado del ejército en 1944, Eugenio empezó a trabajar de comercial de una empresa de ladrillos refractarios en Quart de Poblet. Fue poco después de la guerra, en uno de sus viajes de trabajo a Zaragoza, y haciendo un alto en Teruel, cuando Azcárraga supo por el alcalde de esta ciudad que había una lápida con su nombre en el nicho 312 del cementerio. Y, como cosa de broma, el joven Eugenio empezó a llevar a sus amigos a visitar «el monumento más importante de Teruel», en cuya lápida rezaba la inscripción «Eugenio de Azcárraga Vela, caído por Dios y por España».

«Mi madre me decía siempre que tenía que arreglar lo de mi lápida en el cementerio de Teruel, para que la quitaran, porque le daba pena que la gente que pasara por allí pensara que a aquel pobre Eugenio de Azcárraga su familia no le ponía flores. Pero yo no la hacía caso y así fueron pasando los años».

Hasta que un día, a finales de los años 50, el sepulturero del camposanto turolense le dio la noticia de que “su” cadáver ya no estaba allí. «El sepulturero me dijo que me habían llevado al Valle de los Caídos con todos los restos de los oficiales de Teruel que las familias no habían reclamado. Mi familia, por supuesto, nunca me reclamó porque luego supo que yo estaba vivo, aunque en plena guerra me hicieron un funeral».

El monumento de Cuelgamuros, que se empezó a construir en 1940 en la sierra madrileña de Guadarrama, fue inaugurado por Franco el 1 de abril de 1959, en el vigésimo aniversario del final de la guerra. El propio Gobierno Civil de Teruel informó a Azcárraga que había sido inscrito como «Al.[alférez] Azcárraga, Eugenio» y con el número 8.273 en el libro de inhumaciones de la Basílica, al lado de otros 34.000 españoles de ambos bandos. Según la ficha que conserva Patrimonio Nacional, Azcárraga fue «trasladado» desde Teruel un día antes de la inauguración del Valle de los Caídos e «inhumado» en el columbario 1.718, en el tercer piso de la cripta derecha de la Basílica.

«Yo mismo he visto mi nombre en el Valle de los Caídos, aunque ya no estaba solo en una lápida individual, sino acompañado de otros sesenta o setenta nombres en la lápida de un columbario. Ya no he vuelto por allí desde hace más de treinta años. A lo mejor ya me han desahuciado por no pagar el alquiler», dice el veterano.

Como antiguo prisionero de guerra capturado por los «rojos», Azcárraga defiende que se ponga una lápida en el Valle de los Caídos en recuerdo de los republicanos presos que redimieron allí sus penas picando la mole de granito de Cuelgamuros. «Me parece de cajón. Cómo no me voy a sentir solidario con la gente a la que le hicieron la puñeta como a mí», dice.

Lo cierto es que Eugenio nunca dejó de dar su opinión sobre todo lo relativo al Valle de los Caídos, como fue en 2008 la providencia del entonces juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón para tratar de censar, identificar y localizar a una sola parte de las víctimas de la Guerra Civil, las del bando republicano.

«No se entiende -decía Azcárraga- cómo un representante de la Justicia puede interesarse por los muertos de un solo lado cuando todo el mundo sabe que en los dos bandos se cometieron crímenes y atrocidades, y que sigue habiendo desaparecidos de las dos zonas. Aunque tampoco se entiende que este señor pueda ser juez después de haberse presentado como candidato de un partido en unas elecciones».

«Los que están enterrados en el Valle de los Caídos -decía- son de mi generación. Forman parte de un pasado del que no podemos sentirnos muy orgullosos. Yo, por ejemplo, que combatí con el bando franquista, siempre condené la terrible represión de posguerra, y algunos hasta me llamaban «rojo» por eso. Hoy no se puede envenenar a los jóvenes con el mismo odio y rencor».

A pesar de haber sorteado la muerte por tres veces en la contienda española, en Valencia bajo la represión frentepopulista, en los combates de la batalla de Teruel y en la masacre de prisioneros durante retirada republicana de Cataluña, el único español que pudo decir “Yo estoy enterrado en el Valle de los Caídos” proclamó desde entonces el mensaje de paz, piedad y perdón, y lo hizo con su ejemplo hasta el final de sus benditos 102 años de vida.

Descanse en paz Eugenio de Azcárraga, esta vez, sí, de verdad.  

 

 


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