"YO ESTOY ENTERRADO EN EL VALLE DE LOS CAÍDOS"
El 7 de febrero de 1939, hace ahora
ochenta y tres años, eran asesinados en Pont de Molins (Gerona), en el caos de
la retirada de las fuerzas republicanas hacia la frontera francesa, medio
centenar de prisioneros capturados en la toma de Teruel de un año antes, entre
ellos el jefe de la guarnición franquista, el coronel Domingo Rey D'Harcourt, y
el obispo Anselmo Polanco. Sus cadáveres fueron después rociados con
gasolina y quemados.
La efeméride de este crimen de guerra me
lleva hoy al recuerdo de un personaje excepcional, superviviente de
aquella matanza, con una historia digna de película, al que dediqué un capítulo
de "Eso no estaba en mi libro de la Guerra Civil" (Almuzara), del que
rescato hoy esta entrada en mi blog. Se trata de Eugenio de Azcárraga Vela, que
falleció a los 102 años, el 6 de julio de 2018, cuando en los medios de
comunicación volvía a ser actualidad el Valle de los Caídos, a cuento del
proyecto del gobierno socialista de desenterrar al general Francisco Franco.
Siempre comentaba con Eugenio cualquier iniciativa
sobre el monumento del valle de Cuelgamuros, por cierto, topónimo de origen
franquista que ahora Pedro Sánchez quiere perpetuar en vez del también franquista
"Valle de los Caídos". La muerte me arrebató aquella vez la
oportunidad de hablar con Eugenio sobre la iniciativa de exhumar a Franco. Sin
embargo, imaginaba perfectamente cuál habría sido su respuesta esta vez, ya que
habíamos hablado en más de una ocasión del posible “desahucio” del general.
«Las cosas hay que dejarlas como están,
porque también Napoleón hizo burradas en España y no creo que debamos pedir a
los franceses que hagan un “centro de interpretación” en Los Inválidos. El
pasado es el pasado, y si no que me lo digan a mí. La Historia está para
estudiarla, para conocerla y divulgarla, no para aprovechar una parte y de la
otra que ni se hable», me dijo en una ocasión.
Nuestras recurrentes conversaciones sobre el monumento de Cuelgamuros se debían a una circunstancia excepcional que me había llevado a conocerle en 2005: el hecho de ser el único de los cerca de 34.000 combatientes de la Guerra Civil enterrados en el Valle de los Caídos que seguía gozando, con sus cerca de 90 años, de una vitalidad más que envidiable.
La primera vez que hablé con Eugenio me pidió con su voz grave y juvenil que le apeara el tratamiento de “usted” y de “don”. Acababa de regresar de una salida por el Mediterráneo con un velero en compañía de unos amigos, lo que me pareció del todo inesperado para alguien que estaba “enterrado” en un nicho de Cuelgamuros.
Conocí a Eugenio gracias a Fernando Lloréns,
hijo de un famoso capitán del bando nacional del mismo nombre a cuyas órdenes
había combatido y con quien compartiría las más duras experiencias durante la
guerra. El capitán Lloréns Pérez-Casariego había sido jefe de la “Batería
Fantasma” en la batalla de Teruel, llamada así por su rapidez de movimientos
para acudir allá donde se le reclamaba ante la ofensiva republicana que acabó
conquistando la ciudad aragonesa en enero de 1938. Sus hijos Milagro y Fernando
dedicaron a la peripecia de su padre y de todos los defensores de Teruel un extraordinario libro, “Héroes o traidores”, decisivo para conocer aquella batalla, para el que Fernando Lloréns está buscando editor para reeditarlo. Hace pocos
días, recordando con él a nuestro común amigo, me contó que Eugenio,
al cumplir los 100 años, le dijo pesaroso que le acababan de operar de un
menisco y que se había visto obligado a dejar de jugar al tenis.
Aunque toda su vida había
estado vinculada a Valencia, Eugenio había nacido en Jaén el 17 de enero de
1916 en el seno de una familia de origen guipuzcoano. Siempre hablaba con
orgullo de su abuelo, Marcelo de Azcárraga, cuatro veces jefe de Gobierno con
la regente María Cristina, además de ministro de la Guerra.
En 1936, cuando estalla
la Guerra Civil, Eugenio tenía 20 años y estaba decidido a estudiar
Derecho. «Mis ideas políticas eran las chicas y la natación: era campeón en 400
metros”, explicaba para ilustrar su posicionamiento ideológico en aquellos
convulsos tiempos. Por tradición familiar y por su personalidad se consideraba
liberal y lo fue toda su vida. Pero la barbarie pronto iba a marcar su destino:
dos primos suyos, Casilda Castelví y Luis Trenor, fueron detenidos y asesinados
por las milicias frentepopulistas en Valencia en las primeras semanas de la
guerra.
Aunque no había tomado partido ante el
golpe militar, Eugenio vio su vida en peligro solamente por ser de familia
acomodada como lo eran sus primos. Huye entonces de la capital del Turia con su
hermana Mercedes y su cuñado Juan Maiques. El 18 de septiembre lograron zarpar
de Alicante en un barco de bandera italiana que les condujo a Barcelona, donde
se embarcaron en otro navío italiano con destino a Nápoles. Allí deciden
regresar a España. En octubre se instalan en San Sebastián, donde más adelante
se les unirá su madre y su otra hermana. En enero de 1937, Eugenio se alista en
el ejército de Franco.
“Nunca he sido franquista, aunque
teóricamente soy un “caído por Dios y por España”. Pero es que además nunca me
han gustado las dictaduras, ya sean de derechas o de izquierdas. Pero si se
dieran las mismas circunstancias en que yo tomé la decisión de pasarme a zona
nacional, lo haría otra vez», me contaba abiertamente en nuestra primera
conversación, para recalcarme en otra ocasión que “entre Franco y el comunismo
opté por el primero”.
Destinado a un regimiento de artillería,
combate en el frente de Asturias en una unidad de lanzaminas. Es herido leve en
una pierna, aunque pronto se recupera en el hospital de Ribadeo. Meses más
tarde ingresa en la academia de alféreces provisionales, primero en Miranda de
Ebro, donde es expulsado sin terminar el cursillo por dar un puñetazo a un
teniente médico que se burlaba de un compañero enfermo. La expulsión resulta
providencial, según las notas manuscritas sobre su peripecia que escribió su
hermano Adolfo y de las que Eugenio me entregó una copia: los quince primeros
cursillistas de Miranda de Ebro, entre los que debía haber figurado, fueron
bajas, la mayoría muertos.
Eugenio concluyó el cursillo de alférez
provisional en Granada, de donde sale con su nuevo grado para el frente de Córdoba,
con una unidad de ametralladoras. Allí pedirá cambio de destino al Levante,
para estar cerca de Valencia en caso de que termine la guerra. Sus deseos se
hacen realidad: se incorpora al Regimiento de Infantería Gerona n.º 18, con
base en Zaragoza, de donde es enviado al frente de Teruel con la tercera
compañía del 5.º Batallón.
Al producirse el ataque republicano sobre
Teruel en diciembre de 1937, Eugenio se ve en medio de todo el “fregao”. Su
experiencia en los primeros combates a las afueras de la ciudad me resultó
sorprendente puesto que desmentía categóricamente el mito de unas tropas
franquistas fieramente aguerridas: “Yo ya sabía que cuando los rojos atacaran
nuestra posición me iba a quedar sin la mayoría de los hombres porque saldrían
corriendo, así que siempre escogía a un puñado de los que podía fiarme para
intentar resistir lo más posible”, me contaba.
Cuando el coronel Domingo Rey D´Harcourt,
jefe de las fuerzas franquistas que defienden Teruel, da la orden de replegarse
al interior de la ciudad, Eugenio pasa a defender el reducto del Seminario,
comandado por el coronel Francisco Barba. Allí la guerra presenta su rostro más
cruel: sitiados con más de tres mil civiles refugiados en los sótanos,
ancianos, mujeres y niños, soportan la voladura de minas, ataques con gasolina
y cañonazos de artillería, sin agua ni comida y sin nada con que curar a los
heridos. A Eugenio le conmovió siempre el recuerdo de una niña muerta “con su
abriguito” entre las ruinas del reducto. “Prefería estar fuera en las
trincheras a ver aquello”, decía.
El 8 de enero de 1938, después de que el
día anterior se rindiera ante las fuerzas de la 84.ª Brigada republicana el
reducto de la Comandancia a las órdenes de Rey D’Harcourt, el coronel Barba
decide también entregar el Seminario (ver en este blog https://pcorralcorral.blogspot.com/2022/01/el-tambor-de-teruel.html).
Tres mil defensores de Teruel son hechos prisioneros. Los jefes y oficiales,
además de las personalidades apresadas, entre ellas el obispo de Teruel,
monseñor Anselmo Polanco, son trasladados a la cárcel de San Miguel de los
Reyes, en Valencia.
Eugenio resaltaba siempre el buen trato
que los prisioneros recibieron de las fuerzas republicanas en el momento de la
rendición de Teruel. El más grave episodio de tensión que recuerda
fue en Albentosa, donde coincidieron con Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”,
quien ante su vista, y mientras estaban rodeados de soldados republicanos,
empezó a señalar a los cautivos como “los asesinos de vuestras madres y
vuestros hijos”. Eugenio recuerda que en ese momento pensaron que serían
linchados y asesinados, pero afortunadamente no pasó nada. Lo que nunca se pudo
explicar fue el motivo de aquella soflama de la líder comunista.
Entre tanto, el 16 de enero de 1938 la familia
Azcárraga recibe en San Sebastián la noticia de que Eugenio ha fallecido en los
combates en los alrededores de Teruel. Su madre y sus hermanas organizan un
funeral por su eterno descanso, aunque más tarde la Cruz Roja pudo confirmarles
que se encontraba prisionero.
Después de permanecer veinte días en la
cárcel de Valencia, los más destacados prisioneros de Teruel fueron llevados a
Barcelona, primero a un convento de las Siervas de María utilizado como cuartel
y luego al castillo de Montjuich. Encerrados en los sótanos, no disponían de
colchones, por lo que dormían sobre el empedrado de las celdas. En los nueves
meses que estuvieron allí encerrados, los prisioneros salieron al patio seis u
ocho veces. En una de esas salidas, Eugenio encontró un ajo en un rincón,
manjar que repartió con otros dos compañeros. Según recordaba, intentaban
tomarse a broma las penalidades, como cuando competían a la hora del rancho
para ver cuántos garbanzos le había tocado a cada uno.
Ante el avance de los nacionales, las
autoridades republicanas decidieron trasladarles cuando se evacuó Barcelona.
Era el 24 de enero de 1939. Cuando tres días después el tren que les dirigía la
frontera con Francia cambió su sentido en la estación de Puigcerdá para
desandar el itinerario recorrido, los prisioneros sospecharon que algo iba mal.
La decisión de saltar del tren fue providencial: una parte de los cautivos de
Teruel, incluidos el coronel Rey D’Harcourt y el obispo Polanco, serían
asesinados en Pont de Molins el 7 de febrero, por soldados republicanos en retirada,
junto a otros prisioneros, hasta un total de 42 víctimas. Sus cadáveres fueron
quemados después con gasolina.
«Cuando los nacionales vuelven a entrar en
Teruel, el 21 de febrero de 1938, desentierran a los muertos para
identificarlos con la documentación que van encontrando. Yo creo que me
confundieron con un alférez de Pamplona que tenía mi aire y al que yo había
visto muerto”, contaba Eugenio.
El alférez con el que Eugenio sospecha que le pudieron confundir era Alfonso Ochoa de Zabalegui, originario de Pamplona, de cuyo paradero la familia nunca supo nada desde la batalla de Teruel. A la confusión por el parecido se sumó una
prueba que parecía más concluyente. Según contaba Eugenio, a su compañero le
había entregado unos días antes de su muerte una carta escrita por una madrina
de guerra de Navarra, con su apellido Azcárraga como destinatario. La razón es
que Eugenio le dio la carta de aquella madrina de guerra porque prefería una de
San Sebastián, donde residía ya toda su familia, para poder conocerla cuando
fuera para allá con un permiso. Pudo ser por esa carta por lo que se creyó que
el cadáver de aquel alférez era el de Eugenio.
Licenciado del ejército en 1944, Eugenio empezó a trabajar de comercial de una empresa de ladrillos refractarios en Quart de Poblet. Fue poco después de la guerra, en uno de sus viajes de trabajo a Zaragoza, y haciendo un alto en Teruel, cuando Azcárraga supo por el alcalde de esta ciudad que había una lápida con su nombre en el nicho 312 del cementerio. Y, como cosa de broma, el joven Eugenio empezó a llevar a sus amigos a visitar «el monumento más importante de Teruel», en cuya lápida rezaba la inscripción «Eugenio de Azcárraga Vela, caído por Dios y por España».
«Mi madre me decía siempre que tenía que arreglar lo de mi lápida en el
cementerio de Teruel, para que la quitaran, porque le daba pena que la gente
que pasara por allí pensara que a aquel pobre Eugenio de Azcárraga su familia
no le ponía flores. Pero yo no la hacía caso y así fueron pasando los años».
Hasta que un día, a finales de los años
50, el sepulturero del camposanto turolense le dio la noticia de que “su”
cadáver ya no estaba allí. «El sepulturero me dijo que me habían llevado al
Valle de los Caídos con todos los restos de los oficiales de Teruel que las
familias no habían reclamado. Mi familia, por supuesto, nunca me reclamó porque
luego supo que yo estaba vivo, aunque en plena guerra me hicieron un funeral».
El monumento de Cuelgamuros, que se empezó
a construir en 1940 en la sierra madrileña de Guadarrama, fue inaugurado por
Franco el 1 de abril de 1959, en el vigésimo aniversario del final de la
guerra. El propio Gobierno Civil de Teruel informó a Azcárraga que había sido
inscrito como «Al.[alférez] Azcárraga, Eugenio» y con el número 8.273 en el
libro de inhumaciones de la Basílica, al lado de otros 34.000 españoles de
ambos bandos. Según la ficha que conserva Patrimonio Nacional, Azcárraga fue
«trasladado» desde Teruel un día antes de la inauguración del Valle de los
Caídos e «inhumado» en el columbario 1.718, en el tercer piso de la cripta
derecha de la Basílica.
«Yo mismo he visto mi nombre en el Valle de los Caídos, aunque ya no estaba solo en una lápida individual, sino acompañado de otros sesenta o setenta nombres en la lápida de un columbario. Ya no he vuelto por allí desde hace más de treinta años. A lo mejor ya me han desahuciado por no pagar el alquiler», dice el veterano.
Como antiguo prisionero de guerra capturado por los «rojos», Azcárraga defiende
que se ponga una lápida en el Valle de los Caídos en recuerdo de los
republicanos presos que redimieron allí sus penas picando la mole de granito de
Cuelgamuros. «Me parece de cajón. Cómo no me voy a sentir solidario con la
gente a la que le hicieron la puñeta como a mí», dice.
Lo cierto es que Eugenio nunca dejó de dar su opinión sobre todo lo relativo al Valle de los Caídos, como fue en 2008 la providencia del entonces juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón para tratar de censar, identificar y localizar a una sola parte de las víctimas de la Guerra Civil, las del bando republicano.
«No se entiende -decía Azcárraga- cómo un representante de la Justicia puede
interesarse por los muertos de un solo lado cuando todo el mundo sabe que en
los dos bandos se cometieron crímenes y atrocidades, y que sigue habiendo
desaparecidos de las dos zonas. Aunque tampoco se entiende que este señor pueda
ser juez después de haberse presentado como candidato de un partido en unas
elecciones».
«Los que están enterrados en el Valle de los Caídos -decía- son de mi generación. Forman parte de un pasado del que no podemos sentirnos muy orgullosos. Yo, por ejemplo, que combatí con el bando franquista, siempre condené la terrible represión de posguerra, y algunos hasta me llamaban «rojo» por eso. Hoy no se puede envenenar a los jóvenes con el mismo odio y rencor».
A pesar de haber sorteado la muerte por tres veces en la contienda española, en
Valencia bajo la represión frentepopulista, en los combates de la batalla de
Teruel y en la masacre de prisioneros durante retirada republicana de Cataluña,
el único español que pudo decir “Yo estoy enterrado en el Valle de los Caídos”
proclamó desde entonces el mensaje de paz, piedad y perdón, y lo hizo con su
ejemplo hasta el final de sus benditos 102 años de vida.
Descanse en paz Eugenio de Azcárraga,
esta vez, sí, de verdad.